Apuntes de Política Colombiana: Inmigración (III)
Sobre los efectos económicos de la inmigración venezolana en Colombia
En las últimas dos entregas de los “Apuntes de Política Colombiana” se ha abarcado el tema de la inmigración desde dos perspectivas diferentes. La primera a partir de comparaciones históricas, que nos ofrecen un contexto para interpretar la realidad y aventurarnos a leer las cartas sobre el futuro. La segunda estaba dedicada a las múltiples formas en que la política colombiana había reaccionado al fenómeno migratorio actual, centrándose en la hipótesis de la “xenofobia ideológica” como detrimento electoral para la izquierda y la metáfora de “Nixon en China” para describir la influencia que tiene Álvaro Uribe en el debate nacional.
Esta última entrega, que reconozco que ha tardado un poco en llegar, comienza con dos promesas; que primero será más un poco más corta que las anteriores, y segundo, que al tratarse de un tema soporífero como la economía, habrá que redoblar esfuerzos en aquel mandamiento de “no aburrir” al público. Sin más preámbulo, aquí termina este extraño tríptico sobre la inmigración venezolana en Colombia conformado, a grosso modo, por tres bloques: historia, política y economía.
¿Hay cama pa’ tanta gente?
La inmigración está de moda hasta en los círculos académicos, y por obvias razones. Al igual que la desigualdad recobró importancia con la Gran Recesión, la llegada de nacionalistas como Donald Trump al poder ha llevado a examinar qué hay detrás de diferentes corrientes migratorias. Para sorpresa, parece haber un conceso dentro de los principales expertos: después de sumas y restas, hay un efecto positivo en la inmigración en términos económicos. Y no les falta razón, si quien llega a Estados Unidos o algún país de la Unión Europea tiene habilidades por encima de la media de su tierra natal y viene “a complementar en vez de sustituir”.
A sí mismo, el consenso académico dicta que, si existe una barrera idiomática entre locales y foráneos, los primeros podrán reacomodarse hacia trabajos donde la fluidez en el idioma nativo sea pieza fundamental (un centro de llamadas, por ejemplo); consiguiendo de tal forma una ventaja intrínseca y un “seguro laboral”. Por otra parte, al inmigrante le irá bien si llega ya con una sólida red de contactos, o se encuentra con una industria idónea para el trabajo manual y que requiera de pocos estudios.
Sí, está la burocracia y ya vimos en el caso de los refugiados sirios en Alemania el desasosiego que puede causar recorrer sus laberintos. Sin embargo, si se cumplen estas anteriores condiciones el aterrizaje será menos forzoso, tanto para el que llega como para quien ya está. Pero esperar que existan unos supuestos así en la mayoría de los casos es tan realista como el médico que crea que sus pacientes cumplirán a pies juntillas todo lo que se les diga. Aunque, hablamos en general del club de los países desarrollados, donde no suele ser descabellado encontrar esta receta para la “inmigración beneficiosa”.
En cambio, la historia se empieza a torcer cuando entramos a otro club, el de los países “en vías de desarrollo”. Lo que no quiere decir que no haya también casos esperanzadores como los de Turquía y Jordania con la inmigración siria; en los cuales investigaciones recientes no encontraron más que moderados resultados negativos para los salarios y el empleo de los locales. Ya sea motivado por una barrera idiomática en Turquía o una estricta regulación laboral en Jordania; este último país goza de una situación insólita en el que la población nacional ha aumentado casi un 50% debido a la inmigración. No obstante, se restringe de forma draconiana a qué se pueden dedicar los sirios, de tal forma que no afectan a los trabajos mejor remunerados de los jordanos. Una solución polémica y de abierta discriminación.
En cuanto a Colombia, y a pesar de ser un reciente miembro de la OCDE y definirse como un “país de ingresos medios-altos”, la situación laboral es una de las peores de América Latina. El desempleo se ubica actualmente en el 17,3% -siendo ya alto antes de la pandemia, con 12,2%-, una informalidad que ronda más del 49% de la fuerza laboral y el 60% del tejido empresarial en las principales ciudades. A la vez, al ser una economía con poca sofisticación industrial hay una clara invitación a competir por quién ofrece menos por su trabajo.
Ante este punto, la población venezolana ofrece un rasgo poco notado: la mayoría de los inmigrantes de olas recientes tiene en promedio más estudios que los trabajadores colombianos de los sectores en donde compiten. Aún así, minuciosos estudios de entidades como el Banco de la República han encontrado que los venezolanos han sido los más impactados en materia de empleo por el auge migratorio. La probabilidad de estar desempleado para esta población aumenta en 2% por cada punto porcentual en que se incremente la inmigración.
Por otra parte, los obstáculos legales y la discriminación laboral empujan a los inmigrantes a sectores informales o sumergidos, que ofrecen por tanto menos protección, oportunidades y alternativas productivas. Las cifras son preocupantes incluso para los inmigrantes que ya eran regulares, el estudio del Banco de la República establece que menos de la mitad estaban asociados a la seguridad social -lo que le genera más costes al sistema-. En cuanto a la población local los efectos negativos se han reflejado más en salir del mercado laboral que en una reducción de salarios, siendo afectados principalmente los jóvenes, las mujeres y los trabajadores con menos estudios.
Pareciera que “no hay cama pa’ tanta gente”, y menos entre venezolanos.
El precio de la reforma laboral
¿Pero qué sucederá ahora que se eliminan las barreras “virtuales” a la participación formal? Este es un punto sobre el que no sería desaconsejable tener escepticismo; pues la posibilidad de acceso a la formalidad no implica que sea haga realidad, tanto por discriminación como por falta de oportunidades. De hecho, estimaciones hechas antes del Estatuto sugerían que solo un 9% de la población inmigrante conseguiría salir de su estatus actual de informal.
Esto último no es insólito si tenemos en cuenta el triste ejemplo de los más de cuatro millones de desplazados internos por el conflicto armado en Colombia. Una población que años después de llegar a los centros urbanos aún no ha conseguido insertarse masivamente en los sectores formales ni escapar de auténticas “trampas de pobreza”. Una deuda que sigue teniendo el estado y la sociedad colombiana con las víctimas, por mucho de que sea una problemática convertida en paisaje.
Pero, viendo el “vaso medio lleno”; ¿Cuáles son los efectos positivos que se esperan de la inmigración en Colombia y el Estatuto de Protección?
Habrá más emprendimientos hechos por venezolanos.
Aumentará la productividad al haber más personas dedicadas a las profesiones para las que se han preparado.
Incrementará la inversión en capital humano -léase: educación superior o técnica- al asentarse la expectativa de una estadía permanente.
Se ampliaría la base fiscal y el pago de impuestos para financiar programas sociales gracias a quienes entren en la formalidad.
Podría haber un crecimiento del PIB en el corto plazo, debido al aumento en el consumo de bienes durables (ejemplo: vivienda, electrodomésticos, muebles, automóbiles) de quienes mejoren sus condiciones económicas.
Disminuirían ciertas presiones demográficas en el mediano y largo plazo, lo que podría ayudar al sistema pensional y su sostenibilidad.
No son hechos menores, sin mencionar el bienestar que implica poder acceder a todos los servicios públicos colombianos. Por mucho que sean deficientes, no hay sino que pensar en el alivio que significa la sola posibilidad de la asistencia médica a un hijo o una hija enferma, o la satisfacción de poder realizar el bachillerato y tener la opción de la educación superior. No obstante, para que mejore el bienestar general es imperativo abordar los problemas estructurales de la economía colombiana.
En especial la necesitada reforma laboral; tanto para atajar el desempleo crónica y las elevadas tasas de informalidad, como para suavizar ciertas fricciones sectoriales que podrían surgir del Estatuto de Protección. Pero todo apunta a que esta naufragará en el congreso o será abortada por el coste político que implica, uno que no parece permitirse hoy el gobierno de Iván Duque ante el temor de manifestaciones masivas en contra y fragmentar aún más la maltrecha coalición parlamentaria.
La comisión de expertos convocada ante este tema y liderada por el economista mexicano Santiago Levy -artífice del que sería el más exitoso programa de política pública de los últimos veinte años en América Latina-, parece que acabará por producir un excelente informe cuyas recomendaciones un día serán útiles para unas cuantas tesis de grado. A menos de que este gobierno, o el siguiente, consiga la astucia necesaria para navegar el congreso con reforma en mano. Casos se han visto y es mejor no verlos de cerca sino se tiene estómago. Pero el precio por no aprobarla es más alto que el del pudor político.
Cuestión de confianza
Otro aspecto económico de la inmigración es que está distribuida de forma desigual en el país. En ciudades como Bogotá -que tiene al 19% la comunidad venezolana y un 42,4% de informalidad- hay un tejido productivo más amplio que permite una diversidad de profesiones. Por lo que el “shock” laboral que implica el Estatuto de Protección no afectaría negativamente -o con menor magnitud- los salarios de los sectores donde compitan más venezolanos y colombianos.
Sin embargo, la situación no es prometedora en ciudad fronterizas como Cúcuta -de un millón de habitantes-, donde hay un desempleo del 20,5% y una informalidad del 72,2%. Los mismos estudios que pronostican un crecimiento en la productividad laboral del 0,9% “si se eliminan todas las barreras legales” entre locales e inmigrantes, comentan en la letra menuda que hasta 200 mil empleos se perderían en el fragmento informal del mercado. A lo que habría que preguntarse en concreto: ¿cuánto empleos perdidos serían en Cúcuta y cuántos en Bogotá?
He aquí los elementos para una legítima angustia económica, que si desdeñamos fácilmente arrojando la bandera de la “xenofobia” a los heréticos no hará sino crecer el oprobio y el rencor hacia los más vulnerables. Lo que hay, en el fondo, es un sentido de desamparo que no se remediará por sí mismo si tan solo apelamos a nuestro sentido del deber, a la hospitalidad y la solidaridad ante quienes que nos recibían en sus fronteras hace veinte años.
Este desamparo es extendido en la sociedad colombiana, y varía según el estrato económico. En general, se arraiga en una desconfianza profunda ante la eficacia del estado y sus servicios. “Esto es Colombia” suele decirse, y en aquella frase se reunen sospechas de corrupción, inoperancia y sevicia con respecto a los funcionarios públicos.
Siguen existiendo dudas sobre el progreso del país en términos materiales. Por mucho de que la cobertura de salud haya incrementado del 20% en 1980 a casi el 94,7% de la población hoy en día -más que en Estados Unidos, por cierto; célebralo curramba-. Tampoco se suelen resaltar hechos como que la alfabetización ronde casi la universalidad, o que la pobreza monetaria se redujera de forma persistente -aunque no constante- del 49,7% al 27% entre 2002 y 2018; gracias entre otros a programas estatales como “Familias en Acción” (Santiago Levy vuelve a escena).
Resaltar estos logros no quiere decir que el desamparo no sea racional. En absoluto, y para ello se podrían mostrar no solo cifras que reflejan lo que falta en progreso social, sino más sencillo aún, solo faltaría sintonizar cualquier noche uno de los principales noticieros colombianos. ¿Pero en qué se traducen estas decepciones hacia el estado? Lo ilustra, por ejemplo, una estupenda investigación reciente de la Universidad de Chicago y EAFIT sobre las pandillas en Medellín y su poder de gobernanza. En el que se indaga porqué es frecuente encontrar que los ciudadanos se mantengan leales a pandillas barriales y estas ofrezcan cada vez más servicios a cambio.
A primera vista se debería a que al estado colombiano le falta ganar en proximidad y comunicación sobre su programas, avances y logros. En suma: demostrar porqué la legalidad y las instituciones son beneficiosas. Pero, como halla el estudio citado, por mucho de que se realicen intervenciones que acerquen a los ciudadanos con las autoridades y se mejore la percepción de legitimidad -a la par que la seguridad-, no se disminuye claramente la demanda por los servicios que ofrecen las pandillas. ¿Por qué? Por la idea de eficacia y lealtad que estas últimas han cosechado, ya sea por intimidación o persuasión.
Observemos otro ejemplo en esta misma línea. Andrés Cristo, senador oriundo del Norte de Santander y un interlocutor cercano a la realidad de las ciudades fronterizas como Cúcuta, argumentaba en Caracol Radio que para ejecutar correctamente el Estatuto habría que contar con mucho más presupuesto. Mas no a nivel nacional, sino local. Pero, ya sea por un falta de talento humano o redes clientelares inmersas en las entidades públicas, no hay la capacidad para gestionarlo de forma eficaz.
Por ende, terminamos en un problema de circularidad en el que si se asignan los recursos a los entes locales hay mayor riesgo de que se malgasten, y si el gobierno nacional los maneja puede no tener la mejor información sobre el territorio en cuestión. En ambos casos terminamos en una resultado que genera más descontento popular. La descentralización colombiana cuenta con diferentes problemas de acción colectiva e implementación de políticas públicas que habrá que tratar en otra ocasión. No obstante, en el caso de la inmigración sí hay noticias positivas.
Mientras se escribo estas líneas cursa en el congreso -y ya va por el tercer debate de cuatro-, un proyecto de ley radicado en su momento por el difunto ministro Carlos Holmes Trujillo para modernizar el sistema migratorio e incrementar la institucionalidad en 13 departamentos fronterizos. Por otra parte, en Cúcuta se ha creado una secretaría dedicada a estos asuntos y diferentes puestos de mando unificado para monitorear la situación. Un modelo digno de fortalecer y ampliar a otras ciudades del país, a pesar de la dificultad misma de la empresa; pues hay más de cincuenta pasos fronterizos irregulares entre Colombia y Venezuela.
En cuanto a detalles del Estatuto y su implementación, el gobierno nacional se ha comprometido a realizar un completo registro de la población inmigrante; para caracterizarla y de tal forma tanto incluirla en las bases de datos de programas sociales como verificar en un futuro su estatus de regular a través del análisis biométrico. En materia de talento humano el ejecutivo ha contado con dos grandes funcionarios como gerentes de fronteras, Felipe Muñoz -quien ahora se encuentra en el BID tratando estos temas- y Lucas Gómez. También ha habido una admirable capacidad de planeación, si se tiene en cuenta de que las medidas actuales ya se pensaban desde el documento CONPES 3950 de noviembre de 2018.
Estas son razones que invitan a la esperanza de que habrá una estabilidad en la implementación de Estatuto. Por mucho de que pervivan las dudas políticas de la anterior entrega.
Relatos de náufragos
La confianza será en adelante el gran valor a construir tras la histórica decisión del gobierno de Colombia. Primero, con respecto a los casi dos millones de inmigrantes que depositan en este estatuto sus mayores esperanzas de sustituir el hambre y la desgracia por una tibia calma ante el mañana. Segundo, frente a los ciudadanos colombianos que teman por su futuro económico, y puedan terminar en peores condiciones sociales o propagando discursos xenofóbicos.
Tanto la administración de Duque en sus últimos 17 meses en el poder como la siguiente deberán priorizar políticas y campañas que hagan que dentro de diez años, cuando claudique este estatuto, se califique como un logro redondo. Tanto atreviéndose a reformas estructurales, la replicación de modelos de gestión exitosos o la minuciosa caracterización de la población inmigrante. Enfocándose en mostrar resultados visibles, que construyan confianza entorno al estado y su capacidad para responder a los problemas más apremiantes.
Hay medidas que de hecho no tienen un mayor coste político y se pueden lograr con gestos de mera voluntad pública como; fortalecer las redes de solidaridad que han nacido de la sociedad civil, tener interlocutores directos en la comunidad venezolana, apoyar los gestos de hospitalidad que han tenido cientos de familias, y promover la cercanía de los servicios estatales a todos los habitantes. La estigmatización al inmigrante, asociada a filias y fobias sobre la pobreza, la ideología y la delicuencia, será difícil de combatir y cuestión de generaciones. Pero si el gobierno no pone de su parte lo será aún más.
A pesar de los desafíos presentes y por venir, no hay que perder de vista que el Estatuto de Protección no deja de ser una hazaña en un mundo donde la inmigración invita al recelo. Entre el optimismo y los malos presagios permítasenos apreciar la claridad que por fin se haya en el futuro de cientos de miles de familias. Han llegado a tierra firme, y solo los que han vivido un naufragio saben lo que significa.
“Quizá tengamos otra vez una lámpara sobre la mesa, y un jarrón con flores y los retratos de nuestros seres queridos, pero ya no creeremos en ninguna de estas cosas, porque una vez tuvimos que abandonarles de repente o las buscamos inútilmente entre los escombros” Natalia Ginzburg