Apuntes de Política Colombiana: Inmigración (I)
Sobre la emigración colombiana del pasado y la actual inmigración venezolana
Hasta la fecha, los artículos escritos en este peculiar híbrido de newsletter y blog que es “Lo Personal y Lo Político” han oscilado entre la crónica histórica sobre episodios electorales de Estados Unidos y algunas reflexiones abiertas -temas de gran rating, por supuesto-. Por eso mismo, se me podría culpar de una clara falta por omisión ante los asuntos domésticos de Colombia, y no le mentiré al jurado; siempre conseguía sacar a relucir una excusa ante mi mismo o sencillamente no había una sensación de prioridad.
Sin embargo, espero empezar con esta nueva sección titulada “Apuntes de Política Colombiana” una serie de reflexiones sobre los temas que estén marcando la agenda del país. Procurando seguir el mandamiento autoimpuesto de no aburrir en el proceso y evadir los lugares comunes. Sin más que añadir, esta es la primera de dos entregas sobre el reciente Estatuto de Protección al Migrante anunciado por el gobierno de Colombia y sus posibles consecuencias. “Pa’ lante es pa’allá”.
Colombia: el riesgo es que te quieras quedar
El siglo XXI comenzó para Colombia de forma poco prometedora. El país atravesaba su mayor, y primera, crisis económica en setenta años en medio un panorama político tenso, esto último debido a las maltrechas negociaciones entre el gobierno de Andrés Pastrana y la guerrilla de las FARC. El desempleo, los desahucios, el secuestro masivo en las carreteras, los atentados urbanos y las masacres rurales por parte de los grupos paramilitares alimentaron las noticias de una sensación de desesperanza. La “tercera república” colombiana nacida de la vanguardista Constitución de 1991 se encontraba ante un desafío apremiante por todos los frentes.
Por eso mismo, la emigración se instalaba en el imaginario colectivo como una alternativa de bienestar y seguridad para cientos de miles de familias. Es así como entre 1999 y 2005 aproximadamente 1,9 millones de colombianos eligieron esa opción, siendo el país latinoamericano con más emigrantes en la década de los noventa y principios de los 2000.
En comparación, Venezuela vivía también el albor de una nueva constitución política, formando así su “quinta república”. Bajo la tutela de un recién llegado Hugo Chávez el bipartidismo venezolano terminaba de romperse en mil pedazos, sembrando un aire de tensiones entre redes clientelares y grupos de apoyo. Un verdadero “fin-de-siécle”, epitomizado en el cambio de nombre del país a la “República Bolivariana de Venezuela”. Sin embargo, y a pesar de que la economía venezolana llevaba una década de inestabilidad, el país seguía encontrándose en una mejor posición que Colombia.
En consecuencia, la inmigración no era una alternativa popular para la sociedad venezolana y menos hacia el vecino en constante ataque de nervios. Al contrario, a comienzos del siglo XXI la principal comunidad inmigrante en Venezuela era la colombiana, llegando hasta casi dos millones de personas. Pertenecían en su mayoría a la generación que emigró atraída por el auge económico venezolano de los años setenta, producido por la nacionalización del petróleo y el hierro junto a los embargos de la OPEP. Eran los años de “La Venezuela Saudita”.
En ese entonces la población colombiana se asociaba a ciertos estigmas sociales y solía dedicarse a empleos poco cualificados, en su mayoría pertenecientes al sector agrícola. Los principales motivos para emigrar eran el deseo de obtener mejores salarios y acumular capital para poder regresar a Colombia en una posición económica más favorable, en adición a quienes huyeran del conflicto armado.
Pero esta no es una “historia de dos países” o un ejercicio a fondo de política comparada -lo cual se podría tratar en un futuro-, pero si una reflexión que se inspira perspectiva. Hoy, 21 años después, las tornas han cambiado por completo y no dejarían de asombrar a un espectador de aquel entonces. No solo por el hecho de la caída en desgracia de un país pujante como Venezuela, sino también por el flujo migratorio sin precedentes hacia Colombia; una nación acostumbrada al exilio y la huida de sus ciudadanos, cerrada a los diferentes éxodos que tocaron a su puerta -árabes, españoles, judíos- a lo largo del Siglo XX.
Hasta el reciente auge del turismo sería una sorpresa para un colombiano del año 2000, pues debido a los tormentos del narcoterrorismo y su eco internacional, Colombia era vista -y no con poca razón- como un “estado fallido”. Una imagen que aún no se ha conseguido erradicar del todo y en gran parte por culpa propia. No por nada el eslogan turístico del país ante el mundo, y promovido por el gobierno de Álvaro Uribe, era: “Colombia, el riesgo es que te quieras quedar”. Una frase que sacaba sonrisa de dos maneras diferentes; en Colombia por el sentido de pertenencia que demostraba, y en el exterior por la ironía que le subyacía.
Pero, hablando de ironías, era precisamente en 1984 y en Cartagena de Indias donde se firmaba uno de los más importantes convenios internacionales sobre refugiados. Fue allí donde la definición se amplió, pasando de ser exclusiva a persecución o situación de guerra -como estaba definida en la Declaración de Ginebra de 1951- a una en la que se consideraban también las violaciones a los derechos humanos fundamentales. Esta visión ha sido un baluarte de organizaciones como ACNUR de las Naciones Unidas, y es la que ha protegido tanto a colombianos que han huído por amenazas contra su vida como a los venezolanos que se encuentran en campamentos temporales.
Por eso mismo, y he ahí un guiño de la historia, no deja de ser peculiar que la semana pasada fuera Colombia el país que escribiera uno de los principales hitos en materia migratoria del Siglo XXI. La regularización de un millón de inmigrantes venezolanos con la concesión de un permiso especial de 10 años de duración; abriéndole las puertas al mercado laboral formal y los servicios públicos de sanidad y educación. Hoy, se podrán quedar ante el riesgo de tener que regresar.
En el segundo capítulo de su excelente libro “Cuando éramos felices pero no lo sabíamos”, la escritora Melba Escobar entrevista a Coromoto, una de las mujeres venezolanas que se encuentra en el campamento de refugiados de ACNUR en la ciudad de Maicao, al noreste de Colombia. Tiene cuatro hijos, huyó de Maracaibo por hambre y vivió ocho meses en la intemperie.
“- Vámonos a Maracaibo Mami. No me gusta aquí -interrumpe Caidelin, su niña de cinco años.
- Allá no te dan Bienestarina, nena -le dice Coromoto.
Le pregunto a Caidelin qué le gusta de aquí:
-Las maestras son bonitas, y puedo comer. Y yo como bastante por quiero cargar a Kayner [el menor de la familia], así como lo carga mi hermana.
Todas reímos. Por un momento entra el aire y, sin embargo, al final, Coromoto parece haberse sumido de nuevo en oscuros pensamientos. Antes de despedirse, suelta:
-Es doloroso por todo lo que hemos tenido que pasar. Tantas personas muertas… si le contara.”
De alemanes y españoles, de refugiados e inmigrantes
La noticia de esta semana nos devuelve a dos casos históricos que dan luces sobre qué puede pasar ahora. El primero es el auge de la inmigración hacia España desde mediados de los años ochenta y las diferentes “aministías” ofrecidas -siendo la principal en el primer gobierno de Rodríguez Zapatero en 2005-. La segunda es la decisión de Angela Merkel en 2015 de aceptar a un millón de refugiados y las posteriores tensiones dentro la Unión Europea con Italia, Grecia y Hungría, sin hablar de los pactos con Turquía. Ambos hechos depararon en caminos diferentes, con consecuencias políticas y económicas que vale la pena tener presentes.
Las aministías españolas que regularizaron a más de medio millón de inmigrantes entre 1985 y 2005 no generaron mayor descontento social -descontando las usuales reacciones de la oposición acusando del “efecto llamada”-, pero sí incrementaron la polarización e importancia de los asuntos migratorios en las elecciones de 2004 y 2008. Un tema que llevaba latente a lo largo de la década de los noventa; acrecentando la presión para reformar la ley de extranjería de 1985 y, permitir así, cambiar de un enfoque de manejo de los “flujos migratorios” a uno de “integración social”.
Sin embargo, varias condiciones seguían apremiando la necesidad de las “regularizaciones masivas”. Ya fuera por la creciente economía sumergida, la percepción de un incremento en la delicuencia y trágicos sucesos como la muerte de 12 trabajadores ecuatorianos en Murcia debido a sus precarias condiciones laborales. La mayoría de los empleos se situaban en los sectores de agricultura, servicios y construcción, y eran usualmente ocupados por marroquíes, ecuatorianos, colombianos, polacos y rumanos. La documentación requerida para “legalizarse” varió desde demostrar facturas eléctricas hasta presentar antecedentes penales, y en caso de ser inmigrantes de ex-colonias hispánicas se facilitaba su proceso de nacionalización tras dos años de residencia.
El estudio “Regularización de inmigrantes indocumentados: ¿qué sabemos?” del Instituto de Economía de Barcelona demostró que, en concreto, la regularización masiva de 2005 llevó a un incremento de la cotización en la seguridad social de más del 5%, impactó negativamente en los empleos de los trabajadores con menos estudios -sin importar su origen-, no devino en un “efecto llamada” y disminuyó los incentivos a actividades delictivas en las comunidades marginadas.
En cuanto a la decisión de Merkel de “abrir las fronteras a los refugiados” -un lenguaje similar al usado con respecto a los alemanes orientales en 1989-, esta terminó durando tan solo entre septiembre de 2015 y marzo de 2016, hasta que se alcanzó un pacto con Turquía como “destino de contención”. No obstante, el influjo de refugiados -un 70% jóvenes y un tercio sirios- enfrentó serios problemas logísticos, ya fuera en cuánto a acceso al mercado laboral o adaptación, y terminó por convertir a la inmigración en la principal preocupación para las elecciones generales de 2017.
De paso se abrió también la caja de truenos de la semántica: ¿si son “refugiados” se espera que sea una estadía temporal hasta que se resuelva la situación que desencadenó su huída? ¿o son inmigrantes permanentes y por ende su integración se medirá por generaciones?
Pronto se pasó de una sensación de euforia (“¡podemos manejarlo!” declaró la canciller) y extenso reconocimiento internacional al abierto escepticismo, evidenciando una brecha entre la opinión pública y la de los principales medios de comunicación. Se difuminaron las ilusiones entorno al “milagro laboral” que estos jóvenes significarían para las pensiones y la tasa de natalidad alemana, mientras sobrevivía la solidaridad nacida de los cursos de idiomas y de integración.
La situación fue explotada sin temor para criticar a la administración de Merkel. Ya fuera desde los liberales por la ausencia de un modelo de selección de inmigrantes a la canadiense, la izquierda argumentando que los refugiados significarían una presión fiscal adicional sobre las políticas de bienestar o la extrema-derecha atizando el discurso de que se perderían los “valores alemanes”.
Hasta cierto punto la politización de la inmigración llevó al ascenso de “Alternativa por Alemania” -que entró por primera vez en el parlamento alemán y con 12,6% del voto- y el FDP liberal en los comicios de 2017, junto a una caída en apoyos de la CDU de Merkel. No obstante, recientes estudios electorales comprueban el desgate de esta politización en la agenda nacional, apuntando a que ya no se traduce en más apoyo en las urnas.
Cinco años después, el balance de la decisión de “abrir las fronteras” es más positivo que negativo -tanto en términos humanitarios como sociales y económicos-, y se sigue viendo como uno de los hitos en los dieciséis años de Merkel como canciller. El pasado agosto el semanario británico “The Economist” hacía un reportaje al respecto, en el cual se relataban las experiencias dísimiles de varios refugiados; de los cuales apenas la mitad se dedica en Alemania a trabajos cualificados, cuando en sus países de origen era una proporción de hasta el ochenta por ciento.
Por una parte estaba Karam Kabbani, quien había vivido cinco años de paranoia al recorrer un auténtico laberinto burocrático y sin encontrar el sosiego que anhelaba. Desea irse de Alemania en cuanto pudiera. Del otro lado de la balanza se nos presentaba a Safwan Daher; tiene un empleo en programación, sueña con traer a sus padres de Siria y está solicitando la nacionalidad alemana. Algunos se sienten en libertad condicional, sospechando en cada mirada un juicio instantáneo sobre su conducta, mientras otros han tenido la fortuna de escuchar el doblar de las campanas.
Una nueva esperanza
¿A cuál de los dos casos se podría asimilar el de Colombia? Siendo un país que en una década ha visto crecer un fenómeno migratorio para el que no estaba preparada, ha decidido por fin estar a la altura de las circunstancias. A primera vista la decisión se parece en rasgos humanitarios a la de Alemania, pero la esencia del estatuto es más familiar a las “regularizaciones masivas” de España entre 1985 y 2005. Colombia no ha “abierto sus fronteras a los refugiados”, si bien ha ofrecido un generoso lapso de diez años de protección -cuando en España duraba por unos meses y solía ser por un periodo renovable de dos años-. A pesar de que la semántica sugiere la definición de “inmigrante económico”, las cifras nos convencen de que estamos ante una emergencia internacional.
En los últimos años, Venezuela ha sido el país con mayor número de emigrantes en el mundo (4,6 millones y 16% de la población hasta 2019) después de Siria. Colombia es el principal destino, al albergar un 37% de los migrantes y 1,7 millones de personas, pero España y Estados Unidos siguen siendo los países más deseados. Además, para quienes están de tránsito el recorrido puede ir a pie hasta Ecuador, Perú o Chile, en donde las políticas migratorias se han tornado cada vez más hostiles. Por otra parte, en el imaginario colectivo de la población colombiana destaca una imagen trágica del inmigrante venezolano. Sea ya en multitudes caminando a lo largo de sinuosas carreteras, familias viviendo sin techo, vendedores ambulantes o empleados precarios en empresas de domicilios. Los datos lo corroboran: a día de hoy, tan solo el 2% de los inmigrantes venezolanos logran cubrir sus necesidades básicas.
La percepción individual, siendo o no sesgada por lo que cada uno identifica en su diario vivir, se ha transformado en una opinión popular de que aquí no hay inmigrantes, lo que hay es refugiados. Semejante a la que aún se mantiene sobre los millones de desplazados internos por el conflicto entre las guerrillas, los paramilitares y el ejército nacional -cuya cifra llegó a más de cuatro millones de personas en los momentos más críticos-. Lamentablemente, la solidaridad no parece ser un valor al alza y la pesadumbre ha llevado al recelo.
A finales de 2019 una encuesta de Invamer comunicaba que el 69% de los colombianos tenía una opinión desfavorable de “los venezolanos” y el 62% no deseaba que se les acogiera, lo cual se podría explicar por dos miedos diferentes. Sea ya por una sensación de “aporofobia” (miedo a los pobres) que conduciría a temores de seguridad personal -esto principalmente en los estratos más prósperos de la sociedad-, o a una legítima angustia económica en sectores informales ante una creciente competencia de mano de obra.
Además, y precisamente veinte años después, Colombia se vuelve a enfrentar a una crisis económica -la peor de su historia reciente en términos de caída del PIB-, durante la cual el desempleo ha subido hasta el 16% anual y se amenaza con perder el progreso de los últimos veinte años en la lucha contra la pobreza. Sumado a la creciente preocupación interna que producen los asesinatos de líderes sociales, las masacres rurales (han sido ya doce en lo corrido de 2021) y la presencia en algunas regiones de las disidencias de las FARC, la guerrilla del ELN y los nuevos grupos paramilitares.
En una conmovedora crónica de “El País”, el corresponsal Santiago Torrado entrevistaba a varios venezolanos sobre su experiencia en Colombia como inmigrantes. En un fragmento se narra la reacción de Yoleibys Pérez y Juan Colmenares ante el anuncio del estatuto el pasado lunes 8 de febrero.
"Cuando vieron la noticia sobre la regularización en su apartamento, a una cuadra del local, ella saltó y gritó de la emoción, cuenta con los ojos iluminados: “Es una esperanza para todos nosotros”. La medida despeja su peor temor: que deportaran a Juan por encontrarlo en la calle, así no estuviera haciendo nada malo. “Me contentó. Tengo muchísimos planes que estaban interrumpidos por el hecho de estar ilegal”, añade Juan. “Hay algo que los venezolanos que migraron no se atreven a decir. La Venezuela que uno vivió ya no existe”, razona al explicar por qué no piensa en regresar.
La situación a nivel nacional puede que no sea prometedora. Pero esa esperanza merece no ser oscurecida.
Por primera vez.