Apuntes de Política Colombiana: Inmigración (II)
Algunas ideas sobre los efectos políticos de la inmigración venezolana
En la anterior entrega sobre inmigración se hacían diferentes comparaciones históricas, tanto para entender el significado de la decisión del gobierno colombiano en el marco de las relaciones con Venezuela, como para exponer algunas de las consecuencias que políticas similares tuvieron en Alemania y España. En esta entrega nos adentramos en las posibles implicaciones políticas del Estatuto de Protección en Colombia.
El amigo americano
El presidente Iván Duque ha conseguido a través de la noticia del Estatuto de Protección al Migrante una opinión favorable de casi todos los sectores políticos. Un logro que no se conseguía desde su primer mes en el gobierno. En aquella ocasión se debió al hecho de convocar a todos los partidos -sí, incluso a los ex FARC- al palacio de gobierno para apoyar las medidas de la consulta anticorrupción. Pronto se difuminó aquella imagen, en especial tras las objeciones del presidente a la ley estatutaria de la Justicia Especial para la Paz, en lo que gastó su escaso capital político y sin éxito. Pero, con la reciente noticia de la regularización, consiguió no solo el favor general sino también un reconocimiento que llevaba tiempo esperando. El del amigo americano.
Tras aplaudir la medida Estados Unidos se comprometió a entregar 500 millones de dólares a Colombia para la correcta ejecución de Estatuto, lo que supera todo el dinero recibido -hasta 2019- de cooperación internacional. También es un hecho significativo debido a los temores de un distanciamiento con la administración de Biden, ya sea porque miembros del partido de gobierno hicieron campaña en favor de Trump en Florida o la complicada relación del ejecutivo con los acuerdos de paz.
A ojos extranjeros la relación de Colombia con Estados Unidos no es más que la usual hacia América Latina, pero es de recibo mencionar que hablamos del principal aliado de la superpotencia en la región. Ya sea por la colaboración en la guerra contra los carteles de la droga, la financiación al ejército nacional a través del “Plan Colombia” y el rol geopolítico que tenía el gobierno de derecha de Álvaro Uribe en la década de los 2000 -quien apoyó la intervención en Irak y una semejante aquí mismo-. Por otra parte, Colombia se ha convertido en un muro de contención ante las tensiones con Venezuela. Una situación aprovechada por Iván Duque en los años de Donald Trump, con rumores de mandar tropas militares a Colombia (¿déjà vu?).
Demoliendo esquemas
La inmigración venezolana es precisamente un debate en el que se distorsionan los esquemas de izquierda y derecha en América Latina. Tanto el gobierno del extremista Jair Bolsonaro en Brasil como el del peronista Alberto Fernández en Argentina asumieron políticas de acogida; en cambio, progresistas como Lenin Moreno en Ecuador o López Obrador en México han sido mucho más recios o tímidos. En el caso de Colombia, nos encontramos con un ejecutivo que la izquierda sin mayor sensatez tacha de “fascista” (spoiler: no lo es) y, que por otra parte, no tiene un suficiente apoyo dentro de la derecha.
¿Cómo entonces es que un gobierno conservador termina adoptando una política migratoria tan generosa y progresista? La respuesta misma yace en los ejes del debate político en Colombia, los cuales no se estructuran bajo unas diferencias ideológicas claras, sino entorno a lealtades hacia líderes y grupos sociales -como lo demuestran estudios sobre comportamiento electoral-.
Esto no diverge mucho de lo que ya hallaron en su momento politólogos como Philip Converse y la Escuela de Michigan a principios de los sesenta en Estados Unidos: los votantes suelen cambiar de opinión según lo que prefiera su partido y el círculo social al que pertenezcan, no de acuerdo a una ideología. A pesar de que en Colombia ya no quedan casi identidades partidistas -lo que hubiera dado un infarto a un testigo de los años cuarenta-, si permanece la tentación a la polarización. Ya no defendemos el rojo liberal o el azul conservador, sino si estamos de acuerdo o no con lo que piense Álvaro Uribe.
Nixon en China
“Solo un republicano, quizá solo Nixon, podría haber hecho esta ruptura y salirse con la suya” Mike Mansfield, líder de la mayoría demócrata en el Senado de 1961 a 1977
En una situación similar a la del “peronismo” y el “fujimorismo” en Argentina y Perú, las llaves del reino de lo posible en Colombia pertenecen a un líder en particular. Es el poder que confiere reinventar las reglas del juego. Álvaro Uribe lo consiguió al ganar la elección del 2002 en primera vuelta y cerrar más de cien años de bipartidismo colombiano. El político antioqueño genera tanto furor como furia, por mucho de que su gobierno terminara hace más de diez años y su popularidad vaya en caída.
Si en las elecciones presidenciales de 2018 se repitió como mantra de que el favorito sería “quien diga Uribe” -y así fue-, aquel mismo principio aplica para las posiciones políticas de su extensa base: “estoy a favor lo que diga”. Puesto que el gobierno actual tiene el signo “uribista”, se puede permitir asumir posiciones a su izquierda sin mayor coste político. Sí, como suena.
Es la metáfora política de “Nixon en China”, que simboliza el giro de 180 grados del dirigente republicano con respecto al régimen maoísta. Lo que hasta entonces era considerado tabú para cualquier administración demócrata por el temor que había ante una reacción de la oposición, fue conseguido por uno de los sumos sacerdotes del anticomunismo. Irónicamente, un partido conservador puede hacer realidad ciertas banderas progresistas si abandona su oposición y las asume como propias. Y del mismo modo en el sentido contrario, como enseñó la patentada “triangulación” de Bill Clinton en los años noventa.
En el momento en que un partido toma una de las políticas insignia de su rival, deja fuera de lugar a sus oponentes, con el riesgo de fracturar sus propias filas si no endulza la píldora del cinismo suficiente. ¿Quién puede llevar a cabo semejante maniobra de riesgo? Un líder con la capacidad de convocatoria que tiene Álvaro Uribe para la derecha colombiana; que puede convertirla hoy en la retaguardia de la inmigración, para mañana demonizarla si le conviene.
Una posibilidad no muy lejana si miramos los antecedentes de su líder y el capital que se esconde en la “xenofobia ideológica”. Además, no hay sino que pensar en un sencillo contrafactual. ¿Realmente la derecha apoyaría una medida tan generosa como el Estatuto de Protección, en medio de una crisis económica sin precedentes y a un año de las elecciones, si fuera hecha por un gobierno distinto y cuando las encuestas indican un 65% de desaprobación hacia los venezolanos? No cuesta imaginarlo: “Esta es la inmigración de Santos”.
La xenofobia ideológica
Han sido ya cuatro años. Era la antesala a la campaña presidencial de 2018, y el entonces vicepresidente Germán Vargas Lleras dijo en una entrega de casas de interés social:
“(Son para) población desplazada pero que viva en Tibú (Norte de Santander), no vayan a dejar meter aquí a los 'venecos', por nada del mundo, esto no es para los 'venecos'.”
Se encendieron las alarmas, con mayor o menor razón. Había allí los primeros síntomas del recelo hacia la inmigración como arma política en la Colombia comtemporánea, o mejor dicho: el primer experimento. Pero salió mal. Vargas Lleras pronto recibió tan fuertes críticas, en especial por el término peyorativo “veneco”, que el resto de la derecha tomó nota. Si Venezuela habría de ocupar el lugar central que tuvo en aquella contienda, tendría que ser de forma más astuta. Se usaría “El Miedo”, pero con diferentes tácticas.
Ante nada, asociando y acusando. Primero, a los inmigrantes; por la ideología “chavista” que traerían consigo. Segundo, a la izquierda; por querer implantarla. El principal medio fue con bulos y mentiras por las redes sociales. Uno de los greatest hits: el audio de la mujer que llora al ver como su solidaridad con “los venezolanos” terminaba creando un nido de activistas, que a reglón seguido se proponían a conseguir los medios para votar por Gustavo Petro y el comunismo.
Por mucho de que estos medios terminaran siendo un factor decisivo en las actitudes hacia el inmigrante, aquello solo se podía atribuir a artimañas anónimas, conspiraciones sin mayor asidero y jamás se defendería públicamente (a menos de que te llames Alejandro Ordoñez). Es la “xenofobia ideológica” en estado puro; como demostró una reciente investigación de profesores de la Universidad de Harvard, UCLA y British Columbia, al entrevistar a más de mil colombianos y venezolanos -en su mayoría de bajos ingresos- en Cali y Cúcuta. A continuación, algunos de los resultados:
Tan solo el 10% de la muestra de venezolanos se identificaba con posturas progresistas; sin embargo, el 40% de los encuestados colombianos opinaba lo contrario, el 46,1% creía que estaban a favor de las guerrillas y el 72,3% temía que los inmigrantes fueran reclutados por las mismas.
Dentro de las divisiones ideológicas, la favorabilidad hacia la población venezolana se repartía de la siguiente forma: 27.65% en la derecha, 31.16% en el centro y 36.04% en la izquierda (con la que solo se identificó políticamente un 12,7% de los colombianos en la muestra).
92.1% de los participantes locales decían que “había ya muchos venezolanos”, 65.8% pedía cerrar la frontera y 61.7% pedía que se repartiera mejor la población inmigrante entre las ciudades.
57,6% de los encuestados nacionales afirmaban competir en empleos con los venezolanos, 78% comentaban las crecientes dificultades para acceder a servicios sociales y el 80,1% creía que sus impuestos subirían por culpa de la inmigración.
Los resultados no son fácilmente extrapolables al resto del país, y aún no se traducen en apoyos directos ante las urnas. Colombia es un país con una altísima abstención electoral, especialmente en los estatros de menor ingreso. Por otra parte, y a pesar de que en Cúcuta y Cali ha habido una dolorosa cercanía al conflicto armado, la primera se caracteriza aún por ser una ciudad de clanes políticos asociados a la derecha mientras la segunda se ha convertido un espacio de competición abierta. De hecho, Iván Duque no ganó en ninguna de las dos vueltas presidenciales en Cali y actualmente gobierna un alcalde de centro-izquierda.
En Cúcuta, en cambio, Gustavo Petro fue derrotado en la segunda vuelta por un 80%, pero hoy gobierna un alcalde independiente y alejado a la maquinarias -quien sin embargo tiene la mayor desfavorabilidad del país (65%) y un proceso de revocatoria en su contra-. Para dimensionar el pasado político de Cúcuta, sería útil recordar que el anterior mandatario fue condenado a 27 años de cárcel por homicidio y nexos paramilitares (una joyita).
No obstante, y sin importar la divergencia entre actitudes hacia el inmigrante y sus efectos políticos, los resultados del estudio sí demuestran signos preocupantes sobre las consecuencias sociales de la desinformación política en Colombia.
El talón de Aquiles de la izquierda
En cuanto las acusaciones en contra de “la izquierda”, se capitalizó -y siendo realistas quien no lo haría- el que Gustavo Petro invitara a Colombia a Hugo Chávez antes de llegar a la presidencia, los comentarios infames de Piedad Córdoba en apoyo de Nicolás Maduro y el apoyo que han tenido las FARC desde el gobierno de Venezuela por medio de subterfugios. El “miedo rojo” termina siendo la enésima mutación de las críticas a los acuerdos de paz, una táctica que fue muy exitosa en la victoria del “NO” en el plebiscito de 2016 y manchó hasta a los candidatos más moderados en 2018.
Fue en aquella campaña de 2018 que la derecha también demostró qué haría con respecto a las relaciones diplomáticas con Venezuela. Iván Duque planteó una férrea política de aislamiento para el régimen chavista (el posterior “cerco diplomático”), propuso denunciar a Nicolás Maduro ante la Corte Penal Internacional y ofreció una clara solidaridad con los inmigrantes. Cada uno es un propósito encomiable en sí mismo, pero como terminaron demostrando los dos primeros: se pecó de idealismo. Sin embargo, en 2018, la ingeniosa conjugación del temor al socialismo del Siglo XXI y la esperanza de conseguir la estocada final al chavismo resultó funcionando. Pero solo como fórmula electoral.
¿Y la izquierda que hace sobre la inmigración y la situación en Venezuela? Ahora mismo está en un claro fuera de lugar con respecto al Estatuto de Protección ofrecido por Duque. En un primer momento, el senador Gustavo Bolívar -alfil de Petro-, criticó la manipulación que hacía el gobierno con la comunidad de inmigrantes, y sugirió que se les nacionalizaría como colombianos para obtener su voto -citando como ejemplo una práctica similar hecha por Hugo Chávez en 2004-.
Estos comentarios nacen más de la demagogia y la oposición como forma de vida que de un sentimiento xenofóbico, puesto que Bolívar empieza enumerando el maltrato hacia el inmigrante y acusa, ante nada, de manipulación electoral -con una noticia falsa-:
Pero, por supuesto, no se entendió así. Para la muestra una reacción del exministro de Hacienda y probable precandidato presidencial, Mauricio Cárdenas:
A pesar de este autogol de su propio equipo, Gustavo Petro trinó todo lo contrario. Aplaudía el gesto de Iván Duque y proseguía a traerlo hacia su propio campo, argumentando que la crisis en Venezuela se debía a políticas extractivistas y el bloqueo (¿dónde habré escuchado eso antes?). Una forma con la que cual diferenciarse económicamente del chavismo y, a la vez, culpar a fuerzas externas de la situación venezolana. Esta formula la utiliza Petro desde las elecciones de 2018: gira los parámetros del debate para sugerir que por culpa de las políticas asociadas a la derecha también se puede fracturar la economía nacional y la democracia.
La canción de la mayoría silenciosa
La xenofobia también se ha prestado como etiqueta arrojadiza de la misma izquierda. Un claro ejemplo fue cuando el pasado octubre la lider de centro y alcaldesa de Bogotá, Claudia López, hizo los siguientes comentarios sobre la delicuencia en la ciudad:
“No quiero estigmatizar a los venezolanos, pero hay unos que en serio nos están haciendo la vida de cuadritos. Aquí el que venga a trabajar bienvenido sea, pero el que venga a delinquir deberíamos deportarlo inmediatamente”
O, cuando en abril dijo que la alcaldía no podía por si misma cubrir las necesidades de los inmigrantes, ante el desalojo de familias enteras por no poder pagar alquileres diarios en hospedajes:
“En Bogotá apoyamos esa medida de prohibir desalojos durante y después de cuarentena. Pero la verdad, ministro, es que están expulsando a venezolanos y colombianos humildes de los ‘pagadiarios’. Necesitamos que Migración Colombia se haga cargo de los migrantes; nosotros, de los colombianos”
Ante ambos comentarios surgieron toda clase de críticas, demostrando que el umbral para ser tildado de “xenofóbico” es más bajo de lo que parece. Un claro ejemplo fue el video que realizó el medio independiente “La Silla Vacía” ante las declaraciones de la alcaldesa, equiparándola con el discurso de Donald Trump. Porque aparentemente pedir que hay que deportar al delincuente o recordar que una ciudad tiene limitaciones fiscales está a pocos pasos de llamar violadores a mexicanos, proponer un muro y dividir a familias en prisiones fronterizas. Lo usual.
Ni hablar de Gustavo Petro, que muy pronto sacó la carta de Hitler. Un clásico.
Ya sea por estrategia política o una auténtica defensa del bienestar del discurso público hacia los inmigrantes, diferentes actores de la política y los medios nacionales penalizan a quienes hagan comentarios negativos con respecto a la población venezolana, sin importar el grado. El compromiso (más que loable) es evitar a toda costa el surgimiento de un discurso incendiario; pero, como demostró el caso de Alemania de la anterior entrega, si se abre una brecha cada vez mayor entre lo que dicen las élites sobre inmigración y lo que opinan personas como las del estudio citado, ese mismo pacto podría llevarnos -sin querer- a que se siembren las semillas de una auténtica explosión política.
He ahí porqué la estrategia de Claudia López no va tan desencaminada. En lenguaje político colombiano está aplicando una “mano dura y corazón grande”; por una parte calma la angustia de inseguridad que producen las bandas criminales con miembros inmigrantes, y por otra ratifica su compromiso tanto con la educación y salud de la población venezolana. Sumado a un mensaje de que los colombianos no están siendo olvidados. Esto es, irónicamente, la mejor salvaguarda política ante las crecientes pulsiones xenofóbicas.
La alcaldesa sabe también que tiene un capital político propio y ha conseguido crear una lealtad de grupo que ha resistido a los peores embates de la pandemia. Además, hay que recordar que casi el 20% de la comunidad inmigrante se encuentra en Bogotá y sí podrá votar en las elecciones locales gracias al Estatuto. Ergo, de los líderes colombianos es Claudia López a quien menos le interesará empezar un conflicto con este colectivo y así posicionar bien a un heredero en la alcaldía para 2023.
Si se nos acaba la pólvora contra la xenofobia atacando amenazas fantasmas, no habrá como responder cuando sí se aparezca el monstruo -de nuevo, hola Alejandro Ordoñez-. La sensatez y la prudencia tienen que primar. Pues si cada vez más colombianos están en desacuerdo con las políticas migratorias, si no se responde a la raíz de sus inquietudes en seguridad física y económica, y si cualquier crítica es tachada de extremista, el banquete estará servido para quien diga ser el único que escucha la canción de la mayoría silenciosa. Y su versión de la melodía podría no estar dirigida hacia los problemas estructurales, sino contra los más vulnerables.
La próxima entrega tratará cuestiones de carácter económico, y qué fórmulas se podrían usar para limar estas asperezas sociales que están cada vez más latentes; empezando por enfocar el discurso hacia políticas efectivas y visibles, que beneficien a colombianos y venezolanos por igual. A pesar de que no sea la panacea y traiga también sus propias limitaciones.
De momento, en materia política, todos siguen estando en la cama que reza “a favor de la inmigración” y ninguno en el suelo. Por mucho de que haya o no cálculos políticos, la decisión de Iván Duque tiene que ser reconocida como valiente, histórica y correcta. Es un presidente impopular, sin opción de reeleción y con una crisis enorme a cuestas, pero aún así ha decidido proteger hasta por diez años a más de un millón de personas extranjeras. La duración de este Estatuto puede ser a primera vista la triste constatación de que una solución en Venezuela no se preveé próxima, pero también significa el mayor seguro de vida ante los vaivenes de los ciclos políticos colombianos.
Sin embargo, no hay que dar el altruismo de la derecha por descontado. No basta sino que su jugador principal, nuestro propio Richard Nixon, decida mover su posición a conveniencia; rompiendo el consenso y abriendo un nuevo eje de polarización. Solo hace falta perder el gobierno en 2022; o al contrario, que sea lo necesario para mantenerlo. ¿Y cómo es que el principal garante de los inmigrantes puede mañana ser su opositor sin ruborizarse? Porque tiene el suficiente apoyo como para que no le importe. Líderes como él logran siempre viajar a China y salirse con la suya.
Entre más pronto nos demos cuenta, más preparados estaremos.