Reforma Tributaria (II): La Colombia Prometida
Sobre el cambio de paradigma detrás de la reforma propuesta, la situación actual del país y la promesa de 1991
En la anterior entrega se trató, de forma breve, la historia fiscal de Colombia. Tres palabras que no venden los mayores titulares, pero que sirven para entender mejor la construcción de un estado que aspira a llamarse moderno. En esta ocasión nos adentramos en la situación actual del país, especialmente en materia social y de finanzas públicas. Dos categorías que están íntimamente relacionadas en cuanto a las prioridades que la Constitución de 1991 establece para el progreso de los colombianos.
Asimismo, la reforma tributaria se encuentra en su punto más crítico con el “paro nacional” convocado y la férrea oposición de anteriores aliados del ejecutivo, como son Cambio Radical y el Partido Liberal. Hoy, no hay mayorías en el congreso para aprobarla. Por ende, es posible que el proyecto de ley se retire y con ello el gobierno entre en un periodo de “coma legislativo" en sus últimos catorce meses en el poder. O, en cambio, puede que haya una nueva propuesta de reforma en las próximas semanas.
Estamos, ahora más que nunca, en el meridiano de esta historia.
Cambio de Paradigma
Es obvio mencionar que Colombia es un país casi ingobernable; en el que el estado no goza del monopolio de la violencia -ni de presencia- en todo su territorio. Hay una constante competencia por la autoridad entre los representantes elegidos y los diferentes grupos armados, tanto a un nivel de regiones enteras como de barriadas en ciudades. Por ende, los problemas de seguridad suelen acaparar la mayor parte de la atención nacional.
Sin embargo, hay otra categoría de desafíos sociales y económicos cuya magnitud suele pasar desapercibida o malentendida. Hay situaciones apremiantes en materia de política pública y fiscal que requieren un mayor interés. La reforma tributaria “original” del gobierno de Iván Duque propone, de forma directa o soslayada, medidas para paliar algunos de estos retos. Pero la ofuscación producida por los nuevos impuestos y sus incrementos, conjugada con la debilidad del ejecutivo, ha llevado a demeritar -e incluso ignorar- este histórico componente social. El cual significa prácticamente mitad de los nuevos recursos que se busca recaudar.
¿Cuáles son los principales puntos de la reforma en este aspecto? En primer lugar - y es un elemento que peligra con la turbulencia actual- se encuentra el convertir en permanente el “Ingreso Solidario”. Este programa consiste de una renta básica para el 40% de la población, el monto a transferir sería de hasta un tercio del salario mínimo según el tamaño del hogar. Esta medida se puso en práctica, con una menor magnitud y de carácter temporal, al albor de la pandemia en marzo de 2020. Si no se le asignan más fondos, “Ingreso Solidario” acabaría a mediados de este año.
Asimismo, se incluyen propuestas para incentivar el empleo de grupos vulnerables, como son los jóvenes que entran por primera vez al mercado laboral y las mujeres mayores de cuarenta años. Estos dos segmentos demográficos presentan una elevada tasa de desempleo, muy por encima de la media nacional (15,9% en febrero). Si este desafío no se atiende, puede convertirse en un problema endémico a mediano y largo plazo con graves consecuencias sociales.
También se han propuesto subsidios de hasta el 100% a la educación superior de la población en condición de vulnerabilidad, y ayudas temporales a las empresas afectadas por la pandemia (a partir de ciertos indicadores). Otro punto menos comentado es el de elevar, lígeramente, la política de “devolución del IVA” hasta 50 mil pesos mensuales por hogar y para toda la población pobre. Esta medida podría compensar más la regresividad de este impuesto indirecto, que es cobrado sin diferenciar por ingresos.
Este conjunto de iniciativas representan un cambio de paradigma del estado colombiano ante las políticas sociales, ofreciendo una visión ambiciosa si se le compara con los estándares de los últimos veinte años. En suma, se busca garantizar un suelo mínimo de ingresos (sin condiciones) para el 40% de la poblacón y, a la vez, paliar los problemas crónicos de desempleo -sin descontar la necesidad apremiante de una reforma laboral-. Se fomenta también la educación superior de los más vulnerables y se disminuye aún más la regresividad del IVA.
Hacia mejores políticas de bienestar
Pero, ¿a qué nos referimos con los “estándares de los últimos veinte años”? En política social, la principal medida latinoamericana ha sido el uso de las “transferencias monetarias condicionadas”. En el caso colombiano, esto se traduce en los programas de “Familias y Jóvenes en Acción” desde 2001. Al ver su enfoque, y lo que ha significado su experiencia, podemos entrever también los ejes bajos los cuales se articula la asistencia social actual y los retos que presenta.
Estos programas están a la par de sus exitosos homólogos de “Bolsa Familia” en Brasil y “Prospera” en México. En esencia, garantizan un ingreso mensual a hogares en condición de pobreza si los padres procuran proteger la educación y salud de sus hijos. Con un enfoque distinto se creó recientemente el programa “Colombia Mayor”, que otorga a las personas de tercera edad en condición de pobreza un pequeño ingreso, pero esta nueva medida no ha conseguido expandirse lo suficiente.
¿Cuál ha sido el veredicto de los expertos sobre estas políticas públicas? En esencia, han sido aplaudidas por extender y ampliar las redes de protección social ante la población más vulnerable. Han permitido que cientos de miles de familias hayan podido salir de la pobreza en Brasil, México y Colombia; a la vez que han mejorado la nutrición, salud y educación de sus hijos.
En 2013, el Banco Mundial expresaba lo siguiente:
“A fecha de 2012, más de 2,7 millones de familias colombianas y 5 millones de familias mexicanas se han beneficiado de los programas de transferencias monetarias condicionadas. De los beneficiarios colombianos, el programa ha sido responsable de reducir por 7 puntos la “brecha de pobreza”, incrementar la altura de los niños por 0,75 centímetros, y la asistencia a secundaria en un 5,6 por ciento. El programa mexicano redujo la población en condición de pobreza del 24 al 22 por ciento y redujo el trabajo infantil un 4,7 por ciento”.
Por otra parte, este tipo de programas eran una tarea pendiente ante las reformas macroeconómicas de los años noventa en la región. Las cuales, a pesar de generar mayor estabilidad de los precios, también depararon en sectores con serias pérdidas. Ya fuera por mayor competencia internacional, privatizaciones o recortes en gasto público. Las “tragedias financieras” de Argentina y Ecuador a principios de los 2000, junto a lo acontecido en México en 1994, Colombia en 1999 y hasta cierto punto Brasil en 1998, no hicieron sino resaltar la necesidad de una mejor red de protección social.
Sin embargo, Santiago Levy, el autor intelectual de estos programas, ha dicho que no pueden ser un sustituto a políticas de bienestar de carácter permanente. Pues no dejan de ser una inversión temporal en el capital humano de la población más vulnerable. Esto se debe a que, si estas políticas no van de la mano de una reducción de la informalidad, van a terminar -cada vez más- como un “impuesto” sobre quienes tienen un empleo formal y reducidirán la productividad. Por lo que se puede terminar incentivando, precisamente, un sistema más dual e insostenible.
Lo mismo sucede con el sistema de salud colombiano; que garantiza a grosso modo dos modelos de cobertura para el 94,7% de la población a fecha de 2020. Está por una parte el régimen contributivo, financiado por quienes tienen un empleo formal o capacidad pago, y por otra está el régimen subsidiado, para quienes no tienen los ingresos suficientes o están en la informalidad. Este sistema estaba diseñado en los años noventa bajo la premisa de que progresivamente la formalidad llegaría hasta los dos tercios del mercado laboral, y se pudiera así garantizar la sostenibilidad fiscal. Lo cual, evidentemente, no ha sucedido. Hoy nos situamos en prácticamente 50% de informalidad.
¿Qué soluciones hay sobre la mesa ante los efectos inesperados de programas de “transferencias monetarias condicionadas”? Michael Reid, ex-editor del semanario “The Economist” para América Latina, plantea dos propuestas en su excelente libro “El Continente Olvidado”. La primera es que se “universalicen” estas políticas para una mayor parte de la población -así no se penaliza el empleo formal-. Asimismo, se propone que estas políticas se financien con un impuesto especial al consumo, o que una mayor parte de la población pague el tributo a la renta. La otra solución es reducir drásticamente el número de beneficiarios de estos programas, siendo orientados solo a los “más pobres” y no a los “más informales”.
“Uno no puede ser desagradecido, pero ese pago no servía para gran cosa”
He aquí cuando llegamos al meollo del asunto. Si deseamos una Colombia con menor tasa de pobreza monetaria y mejores condiciones de vida, debemos conseguir el difícil equilibrio entre sostenibilidad fiscal (un déficit moderado, una deuda manejable) y un mayor gasto social. Los impuestos son entonces la variable que nos permite conectar estos dos puntos; y, para que no se disminuya el “bienestar total” de la población, deben recaer cada vez más en la población de mayores ingresos.
La siguiente tabla nos enseña por deciles los niveles de ingreso, ocupación e informalidad de los colombianos. Véase, por ejemplo, como el 10% más pobre del país tuvo a finales de 2019 un 89% de informalidad laboral, y tras la pandemia, ha perdido un 56,8% de su ingreso hasta llegar a tan solo 103 mil pesos por hogar y al mes. Valga decir que la reforma tributaria “original” aumentaría los ingresos de este percentil hasta un 68%.
Poco a poco, a medida de que nos convertimos en un país con mayor poder adquisitivo, debemos repartir más las cargas fiscales hacia las personas naturales y no en las empresas -algo que actualmente hacemos al revés-. Es así como habrá más empleo formal, sostenibilidad de las finanzas públicas y menos pobreza monetaria; a cambio de un mayor esfuerzo tributario de la clase media y alta.
Esto no solo significa pagar más impuestos; sino que quienes tienen mejores ingresos no reciben los beneficios directos de la asistencia social, ni utilizan en proporción significativa los sistemas públicos de educación o salud, y pierden también las exenciones fiscales de las que se aprovechan. Si a lo anterior se le añade la percepción de ineficiencia del estado y la deslegitimidad de élite política, no sorprende que las clases media y alta solo vean los costes de las reformas tributarias “estructurales”.
Pero hay una derivada más: es nefasto el grave problema de redistribución de los ingresos que vive el estado colombiano, en especial para los intereses de la clase trabajadora y vulnerable. Tanto en materia de calidad de los servicios públicos, como acceso a las instituciones, seguridad y el prospecto de una mejora tangible de sus condiciones de vida. Más adelante se regresará a este tema en profundidad.
Estamos, en suma, ante una de las principales tesis de la filosofía política de Seymour Lipset sobre los “requisitos sociales de la democracia”, en el que se pierde cada vez más legitimidad ante el sistema por su ineficacia económica. En todo caso, un equilibrio así no produce más que pronósticos aciagos. Irónicamente, ¿cuál es la perspectiva de un escenario sin reforma tributaria para salir de este callejón sin salida? Esta es de momento la pregunta del millón, en especial con respecto al descontento social, la gobernabilidad y la financiación de los programas sociales.
Se podría ejecutar un “plan fiscal de emergencia” sin impuestos sensibles, pedir más recursos al Fondo Monetario Internacional y acelerar la venta de empresas públicas como ISA. Asimismo, emulando lo hecho en Tailandia -y recientemente en Estados Unidos- durante la crisis financiera de 2008: se podría hacer una única transferencia monetaria generalizada a la mayoría de la población, que potencie la demanda interna y alivie las finanzas de millones de familias. Se aplicaría, de paso, una de las peticiones de una “renta básica universal” de la oposición. También se podría extender a toda costa el “Ingreso Solidario” y hacer un plan de choque general contra el desempleo. Sí, significa “más gasto”, pero no es hora de una ortodoxia macroeconómica.
Hace poco el periódico “El Espectador” publicó un riguroso análisis de la situación de la pobreza y la clase media en Colombia. Allí se encontraba el caso de Andrés Rodríguez, un hombre que trabaja en tranporte escolar y que ha sufrido duramente el impacto de la pandemia. En su relato se denota un claro problema de falta de credibilidad frente al estado y sus escualidas capacidades. ¿No es entonces absurdo que se le pida a un ciudadano en su situación que crea que en la nueva reforma tributaria?
“Nos dieron la mitad del salario mínimo de abril a septiembre. Uno no puede ser malagradecido, pero ese pago no servía para mayor cosa; hubo un olvido absoluto por parte del Gobierno” (…) Y cuando se reactivó el servicio, no fue como que todo volviera a la normalidad, pues tuvo que conseguir $6 millones prestados para poner la camioneta al día, adecuarla a las medidas de bioseguridad, pagar seguros y renovar papeles. Su ingreso sigue siendo bajo, pues la mayor parte se le va en pagar las deudas adquiridas. “Ya no hay cómo, no hay manera”, lamentó.”
Ante esta situación vale la pena preguntarnos: ¿Quienes critican visceralmente la reforma desde una posición privilegiada ven los beneficios del “Ingreso Solidario” o el programa de subsidio a la nómina (PAEF)?, ¿Estos mismos críticos piden más eficacia y una ampliación en las ayudas a trabajadores como Andrés Rodríguez?, ¿Defienden los intereses de quienes perdieron un 56,8% de su ingreso y no pueden comprar alimentos básicos para sus hijos?, ¿O los de las pequeñas y medianas empresas que sufrirían los embates de un alza en las tasas de interés por culpa de una reducción de la calificación de la deuda?
Observemos más bien de dónde proviene uno de los principales ruidos en contra (un saludo al exvicepresidente Germán Vargas Lleras), y si sus críticas ponen realmente el dedo en la llaga de las exenciones fiscales de 2019 por las que su partido votó. ¿Propone siquiera hacer un sacrificio “por la patria” y pagar una tarifa temporal del 3% sobre el patrimonio de más de dos mil millones de pesos que tiene? No, para él eso sería “confiscatorio”. Mejor decir, como en su cuña radial: “más vacunas y menos impuestos”.
Por otra parte, qué desaliento produce ver que líderes de izquierda (hola Gustavo Petro) sean indiferentes a la posibilidad de que pronto se terminen los programas de asistencia social creados a raíz de la pandemia. Más aún cuando encabezan las precoces encuestas presidenciales de 2022, pero con la alta probabilidad de no conseguir mayorías legislativas. ¿Cómo piensan gobernar con un país en crisis financiera y ante la presión de recortar en gasto público? ¿Acaso creen que un uribismo derrotado será generoso con sus propuestas fiscales y sociales? La oposición del Centro Democrático a la última reforma tributaria de Santos palidecería en comparación.
Este problema de Economía Política, en el que hay una clara separación de intereses de clase ante el gasto social y las finanzas públicas, representa una tensión que será cada vez más dificil de gestionar. El Brasil de los últimos diez años es un ejemplo canónico de cómo las políticas anti-pobreza, de la mano de un escenario de menor crecimiento económico, escándalos de corrupción e irresponsabilidad fiscal, ha degenerado en una extrema polarización política y social.
El país que somos
La situación actual amerita una enumeración fugaz de los desafíos sociales y fiscales que enfrenta Colombia, a modo de instantáneas por temáticas. Esta información es recogida de diversas fuentes. Principalmente, la cuarta edición de “Introducción a la Economía Colombiana” de Mauricio Cárdenas (2020), “Economía Esencial de Colombia” de Eduardo Lora (2019), “Policy Analysis in Colombia” de Pablo Sanabria y Nadia Rubaii (2020), la “Exposición de Motivos” del Ministerio de Hacienda ante la propuesta actual de reforma tributaria y varios artículos académicos.
Ingresos de la población. El colombiano promedio ingresaba en 2018 alrededor de 360 dólares (un poco más de un millón de pesos). Ese mismo año, y para un hogar con esas características, la mayor parte de su consumo era en alimentos (27%) y alojamiento (30%). Para esta familia el impuesto que tributa principalmente es el IVA, aunque está exenta la canasta básica. Sin embargo, a fecha de abril del 2021 hasta 7,6 millones de hogares colombianos no podían permitirse tres comidas diarias.
Según los cálculos del Ministerio de Hacienda, la actual reforma tributaria mejoraría el poder adquisitivo del 49,7% de la población. Ya sea, como se mencionó antes, de una magnitud del 68% para el 10% más pobre como de solo 3% para quien esté en el meridiano de la distribución. En cambio, se disminuyen los ingresos del 10% más rico en un 4%. No obstante, esta población ya había sufrido una reducción de los mismos con la pandemia, pero cuenta con diferentes mecanismos de financiación para sobrellevar mucho mejor la crisis.
Pobreza. Para 2018, el 77% de la población colombiana vivía en centros urbanos y el 24% de estos estaban en condiciones de pobreza, mientras en las zonas rurales esta cifra se elevaba al 36%. La pandemia ha recrudecido los indicadores de pobreza monetaria a nivel nacional hasta llegar al 42,5%, casi dos décadas de progreso perdidas puesto que en 2002 estas cifras estaban en el 49,7%. Aún así, se estima que la introducción de programas como el Ingreso Solidario y la devolución del IVA han conseguido detener una catástrofe peor.
A fecha del 2019, se estimaba que en Colombia la política fiscal disminuía directamente la pobreza en 13%; en cambio, en Chile, Argentina y Uruguay se conseguía reducirla hasta en un 32%.
Desigualdad I. Para 2018, si se dividía la población en deciles, aquella que se encontraba en el fragmento con mayores ingresos ganaba hasta 33,3 veces más que el 10% pobre. A su vez, los hogares que viven en el 20% más vulnerable tienen condiciones de vida similares a las de países como Haití y la República Democrática del Congo, y sin capacidad de adquirir suficientes alimentos básicos. En cambio, quienes están en el 20% rico poseen el 70% de la tierra cultivable en el país.
Desigualdad II. Colombia es considerado por el Banco Mundial como uno de los diez países más desiguales del mundo en ingreso, y el segundo en términos de patrimonio (solo por detrás de Estados Unidos). Esto último se refleja en la estimación hecha por Juliana Londoño, economista de la Universidad de California Los Ángeles, de que el 1% más rico de Colombia acumula el 40,6% de la riqueza nacional.
¿Dónde empieza ese 1% más rico? Según cálculos del Observatorio Fiscal de la Universidad Javeriana en base a datos del DANE del 2019, este umbral de ingresos sería apartir de 14 millones de pesos al mes. Por otra parte, Eduardo Lora calcula -a precios de 2017- que el 0,1% empieza a partir de 44,5 millones de pesos mensuales y el 0,01% en 235 millones. Irónicamente, son umbrales similares a España, a pesar de las diferentes condiciones económicas entre ambos países. ¿Cuántos hogares conforman el 1%? Se estima que alrededor de 136 mil en un país de 13 millones.
Por otra parte, la Comisión del Gasto y la Inversión Pública de 2017 estableció que, a diferencia de los otros miembros de la OCDE, la intervención estatal en Colombia prácticamente no reduce la desigualdad de ingresos. Esto se debe a que el principal gasto social del gobierno colombiano se va en pensiones, las cuales solo tienen uno de cada cuatro colombianos y uno de cada ocho del 50% más pobre. Aún peor, según estimaciones de Eduardo Lora:
“Quienes pertenecen al 1% más rico de la población reciben tanto en pensiones como todos los que pertenecen a la mitad más pobre de la población”.
En una muestra de países de América Latina se encontró que los estados reducían la desigualdad en casi 4,7 puntos en promedio, en cambio, los países desarrollados lo hacían en 38 puntos. La siguiente gráfica, extraída de una investigación de Peter Lindert de 2017 -quizá el mayor experto actual en la historia del gasto público-, lo demuestra.
Entre más lejos se encuentre un país de la línea de 45 grados más se reduce la desigualdad de ingresos gracias a la política fiscal.
Deuda y gasto. En 2019, el gobierno colombiano gastó, entre inversión y consumo, 15,9% del PIB. Siendo el 24% en pensiones y 15% en educación. Tenía un déficit de 2,4% y pronosticaba reducirlo hasta menos cerca del 1,6% en 2022. La deuda oscilaba cerca al 50% del PIB y el 16% estaba en moneda extranjera. La pandemia llevó a un déficit del 7,8% en 2020, y en 2021 se prevé que -sin los nuevos ingresos de la tributaria- será del 8,6%. Son las peores cifras fiscales en un siglo, y hasta 2026 no se regresaría a la situación de 2019.
A la vez, la deuda pública subiría hasta casi 64% del PIB este año -similar a la mayoría de países de “ingreso medianos”-, y bajaría en el mediano plazo hasta el 60%. ¿Cuál es el nivel máximo de deuda para los países en vías de desarrollo? Esta ha sido una pregunta sin resolver en diferentes círculos académicos. Por años se creyó que era del 40%, y en 2019 el FMI calculó que estaría entre 55 y 60% del PIB. Recientes estimaciones de la OCDE, con datos de 2016, arrojaron un umbral cercano al 75% para Colombia -bajo ciertos supuestos-.
Por otra parte, los tipos de interés de la deuda se encuentran en mínimos históricos, pero a riesgo de que suban por presiones del mercado internacional o una reducción de la calificación crediticia (la cual ya está en perspectiva negativa); lo que podría producir que la actual crisis haga una metástasis financiera y complique aún más la recuperación del país.
Si no actuamos ahora en materia fiscal podemos terminar con una bomba de relojería entre manos, en la que peligraría el grado de inversión en si mismo. Un otrora orgullo nacional, cuando Colombia era el único país de Sudamérica en tenerlo y lo que le permitió un mejor acceso a los mercados financieros. Ayer mismo, el 27 de abril, se empezó a vivir una venta de bonos colombianos que provocó la mayor devaluación de los mercados emergentes. Lo que podría llevar a un crecimiento explosivo de las deudas públicas y privadas; en cuanto a la primera, ya solo el 25% está en pesos.
¿Qué hacemos ante esta perspectiva financiera cada vez más factible? Ante anda, planear una respuesta coordinada y evitar que conlleve una “desmoralización” como la ocurrida en Brasil tras los mismos hechos. Volvemos al “plan fiscal de emergencia” y los recursos del FMI ya mencionados antes, a la vez de idear junto a diferentes actores políticos una ruta a seguir para recuperar la calificación (o hasta el grado de inversión). De tal forma que sea un pacto nacional que beneficie a quien sea que llegue en 2022 y que tendrá que afrontar esta situación. Y cómo no, prender una vela para que el precio del petróleo siga alrededor de los sesenta y setenta dólares por barril.
Recaudo. Por cuenta de toda clase de exenciones fiscales, evasión o falta de eficiencia, el gobierno colombiano deja de recaudar lo equivalente a un 10% del PIB; o, para decirlo de otra manera, el tamaño de casi diez reformas tributarias de entre 7 y 9 billones de pesos. Es un agujero terrible, cuyas explicaciones vienen de serios problemas de desigualdad y sus consecuencias políticas.
Esto es evidenciado en su máximo expresión con el hecho de que el 1% más rico de la población termina pagando menos que la clase media. Por otra parte, el IVA, el impuesto más eficiente del país, lo es por falta de competencia; puesto que recauda un 40% de lo que debería. En América Latina solo República Dominicana, Guyana y México recaudan menos.
Crecimiento. Colombia ha sido históricamente el país más estable en crecimiento económico de la región. No suele reportar datos boyantes, pero tampoco decepcionantes. Para 2020, se esperaba un aumento del 3% en el PIB real -mejor que el resto de Suramérica-, y el gobierno esperaba capitalizarlo políticamente.
Sin embargo, la pandemia llevó a la peor caída de la historia reciente y habrá que esperar hasta 2026 para recuperar la velocidad que traía la economía. El dilema estará en cómo acelerar este proceso, y sin dejar a ningún grupo demográfico atrás. Para ello, se cuenta con propuestas interesantes de política pública como las recogidas en el CONPES de Reactivación.
El país que quiso ser
“Quizá la verdadera cortesía, señor Presidente, consiste en no crear ilusiones”
Joseph Brodsky, Premio Nobel de Literatura, en correspondencia con Vaclav Havel, expresidente de República Checa.
¿Qué nos transmiten estos datos de los desafíos actuales? Ante nada, la imagen de un país extraño. Nos encontramos con un crecimiento insuficiente pero estable, un estado que ha conseguido reducir la pobreza pero mucho menos que sus vecinos regionales, unos instrumentos fiscales que recaudan poco y no redistribuyen los ingresos.
Estos datos también nos relatan la existencia de una población heterogénea, en la que el 20% más pobre vive en condiciones infames, y la parte más rica habita un país desarrollado. Es en suma, lo que se denomina en Ciencia Política: “un estado truncado”. Ya sea por las élites políticas, las mafias, gremios empresariales, los grupos armados o la ausencia de robustos actores civiles por fuera de las instituciones.
Pero, también es el retrato de un país posible. Hay funcionarios de gran calidad en toda clase de entidades públicas, se tiene un sistema volátil políticamente pero en el que también crece el espacio para la oposición, contamos con una clase media cada vez más activa y que desea salir de la situación de insatisfacción en la que se encuentra.
Colombia mantiene, de momento, una buena reputación internacional para obtener créditos en condiciones favorables. Acaba de ingresar en la OCDE -lo que abre la puerta a una mejor asistencia técnica- y lleva dos décadas envidiables de baja inflación. Se ha incrementado de forma constante la tasa de inversión privada hasta llegar a un 23% del PIB y tiene un sistema de salud que puede contar con el orgullo de cubrir a casi toda la población -por mucho de que existan graves problemas en calidad-.
Hace treinta años, Colombia se encontraba estremecida aún por el asesinato de varios de sus mejores líderes. Pablo Escobar tenía al país en jaque y se aspiraba a una apertura económica al extranjero. La constitución que regía entonces llevaba más de cien años de haber sido redactada y era el principal escollo para las reformas que se necesitaba.
Varios presidentes habían fracasado en intentar convocar a una asamblea constituyente, hasta que un grupo de jóvenes decidió dar un paso adelante y crear una votación en la cual se expresara el anhelo de los ciudadanos por una nueva carta magna. Contra viento y marea consiguieron que, tan solo meses después, Colombia tuviera la constitución más vanguardista de América Latina.
Treinta años después, habría que preguntarse si en Colombia seguimos comprometidos con la promesas sociales de la constitución de 1991, por mucho que impliquen unas expectativas desbordadas y un elevado coste fiscal; y más aún, ¿seremos capaces de recuperar la ambición que tuvimos entonces para imaginar el país que queríamos ser?
En 1974, el filósofo antioqueño Estanislao Zuleta dictaba una conferencia en la Universidad EAFIT en la que decía lo siguiente:
“La constitución que, como dice, Marx, es lo que una sociedad dice de sí misma, considera a los hombres libres e iguales. Pero a las sociedades como a los individuos, no se les puede juzgar por lo que dicen de sí mismos, sino por lo que hacen y por lo que efectivamente son. La enseñanza, por ejemplo, es libre en el sentido de que la ley no le impide a nadie el ingreso en una rama cualquiera de la educación, pero se lo prohíben otras cosas: las condiciones económicas, las circunstancias de su vida, etc.: de hecho a ella solo llega un porcentaje ínfimo de la población así la gran mayoría no tenga negado el acceso en teoría (…) A la constitución no le interesa que lo que está permitido por la ley esté prohibido por la vida”.
Cuando hablamos de la reforma tributaria actual, en especial en una crisis donde nos jugamos el financiamiento del estado y el progreso contra la pobreza de dos décadas; es necesario preguntarnos si estamos dispuestos a seguir adelante hacia el ideal de que la vida no le prohíba a ningún colombiano el acceso a sus derechos constitucionales. Porque la política fiscal de Colombia es la historia de cómo hemos respondido al desafío de construir un estado moderno, es el retrato de quienes se han quedado atrás y quienes no, es la manifestación de quienes no reciben lo que se les debe y quienes no cumplen como deben.
Bajo este contexto, en la próxima entrega veremos qué dice el actual proyecto de reforma tributaria (o lo que quede del mismo) en materia de impuestos, junto a lo que han recomendado o no los expertos. También se tratará la acalorada discusión a su alrededor y lo que refleja sobre la sociedad, y la promesa de país, que somos.
Hoy algunos le apuestan a tumbar la propuesta de reforma tributaria a todo costo, sin proponer más que una enmienda a la totalidad e ignorando su componente social. Si consiguen su cometido, nos encontraremos con el triste precio de su ambición electoral cuando al cabo de unos meses hablemos de crisis financiera y una pobreza por encima del 44%. En otras palabras, una secuela del fatídico 1999.
De nuevo retumba la pregunta que se hiciera en la década de los cuarenta el político Dario Echandía, cuando el sectarismo nos conducía a la fractura completa: “¿El poder para qué?”. Pero también lo que el mismo Echandía dijera el 9 de abril de 1948, durante los disturbios que cambiarían al país: “Asómese a la calle”. La fina linea entre ambas frases es la que hoy tenemos que transitar.
Antes de terminar, quisiera presentar los cálculos de los indicadores de pobreza y desigualdad que hace el Ministerio de Hacienda bajo tres escenarios posibles. Sin reforma, con una reforma que solo aumente los gastos y con la reforma actual en su totalidad.
¿A cuál de los tres escenarios prometimos llegar? Más allá de consideraciones etéreas sobre el déficit, la deuda o la calificación crediticia, las cifras en las que debemos de pensar son “pobreza y desigualdad”. Pues son las que se ven y se sienten por millones de colombianos todos los días. En su propia piel, en su propia calle. Son las que descibren su presente, y si no actúamos con empatía y decisión, también serán su futuro.