El Desierto de los Demócratas: 12 años de derrotas (III)
Tercera parte de cuatro; sobre cómo Ronald Reagan buscó conquistar a una generación y la fractura en los demócratas que acabó con Walter Mondale
“Born in the USA”
Es 1984, y a pesar de dos recesiones económicas durante la primera administración de Reagan, el país se encuentra en sintonía con la visión conservadora de su líder. Estados Unidos había recuperado la confianza en sí mismo. Ayudan también los Juegos Olímpicos de Los Ángeles y que el presidente pone rumbo a la reelección con una campaña de orgullo llamada: “It is morning again in America”. Se muestran estampas idílicas de parejas dándose el “sí” en el altar, vecinos izando banderas y la chispa de la vida de la que hablaba Coca-Cola[ 1].
La cereza en el pastel llega el día en que Reagan empieza a usar en sus mítines el nuevo éxito del cantante Bruce Springsteen, “Born in the USA”. La voz hecha jirones del hijo de Nueva Jersey se refiere a las penurias en las que se encuentran sus compatriotas y el dolor que cargan quienes vivieron la Guerra de Vietnam, pero es tan poderoso el coro que no todos se dan cuenta del verdadero significado de la canción. Springsteen, un reconocido demócrata, critica que Reagan use su canción en sus actos, pero no hay nada que hacer. “Born in the USA” pasa de ser una crítica social a un canto de orgullo popular que sonará por los aires cada cuatro de julio en adelante.
Estas viñetas, que tanto se esfuerza por comunicar el presidente, quedarán grabadas en la memoria como el “excepcionalismo americano” puro y duro. Vietnam fue una noche de malas copas de la cual ya no queda la resaca, ¿la crisis económica que hasta hace dos días nos azotaba? Si Wall Street dice que se ha acabado, es que se ha acabado. “Somos Estados Unidos, la ciudad dorada sobre la colina”. Pocos recuerdan que en el mismo álbum de la disputada canción, Springsteen cierra con una triste balada llamada “My Hometown”. Una evocación de “la crisis que no se fue” para pueblos como el suyo, y el orgullo que no volverá por mucho que se icen banderas en cada esquina:
Now Main Street's whitewashed windows
and vacant stores
Seems like there ain't nobody
wants to come down here no more
They're closing down the textile mill
across the railroad tracks
Foreman says, ‘these jobs are going, boys
and they ain't coming back’ [2]
“Los Demócratas de Reagan”
Sin embargo, por mucho que Reagan montara un carnaval patriótico cada mes, aún había que enfrentarse a las urnas. Por el lado de los demócratas partía como favorito Walter Mondale, exvicepresidente de Carter. Era un liberal de vieja usanza, senador por Minnesota, hombre inteligente, modesto y de talante estadista. Confiaba más en el pundonor de la gobernanza austera que en el show mediático de Reagan; pero cargaba consigo el sambenito de “débil y perdedor”, por el recuerdo de la crisis económica y la situación de los rehénes en Irán durante sus años como vicepresidente. Mondale buscaba librarse de estos adjetivos con un clásico ejercicio de desmemoria: incrementando su participación “en los éxitos de la presidencia Carter” y disminuyendo su papel “en los errores incuestionables”. Como si fuera un amuleto de la buena suerte, que se perdía entre los cajones cuando más se le necesitaba y así no dañar su fama.
Mondale ganaría la nominación demócrata tras unas primarias reñidas contra el senador de Colorado, Gary Hart, y otro político del que se hablará más tarde. A pesar de los amargos recuerdos de 1980, más de uno soñaba con que Ted Kennedy se volviera a presentar, “¡esta vez el camino a la nominación sería más fácil!” decían sus seguidores. Pero el senador por Massachusetts sabía que el problema estaba en la fortaleza de Reagan y que quien fuera nominado estaría condenado a una derrota a menos de que sucediera un milagro. Por eso mismo decidió que su destino fuera convertirse en el “león del senado” y no presidente de Estados Unidos como su hermano Jack.
Mondale era consciente del poco entusiasmo que despertaba y la urgente necesidad de recortarle distancia a Reagan en las encuestas. “El milagro” no llegaría a menos de que se decidiera a buscarlo y sus asesores acabarían insomnes de tanto navegar propuestas; rumiando estrategias canallas que al final no se utilizarían y dibujando frases de campaña en incontables pizarrras. Hasta que llegó la inspiración.
Sería la noticia más recordada de su campaña y rondaría la prensa por semanas. Mondale, buscando “un golpe de efecto”, decidió nombrar a Geraldine Ferraro como su candidata a vicepresidenta. Nunca una mujer había llegado tan lejos en una campaña electoral. Y no solo eso, pues Ferraro, congresista joven y brillante, representaba también a la comunidad italoamericana. La candidata se convertiría años después en una destacada periodista, pero en 1984, tras la emoción que despertó su nominación, la prensa la criticaría por algunos ingresos y finanzas no del todo transparentes. Sí, ocuparía titulares, pero por las razones inesperadas.
No obstante, el principal problema de Mondale no era solo enfrentarse a un presidente popular, era atraer a su otrora base electoral, la clase trabajadora blanca, y mantener la fidelidad de la comunidad negra. Pues los primeros, representados especialmente en los estados del Medio Oeste (Michigan, Wisconsin, Ohio, Illinois, Minnesota, etc.), se inclinaban en 1984 a favor de los republicanos. Aquello representaba todo un oxímoron denominado “los Demócratas de Reagan”.
Era difícil de entender, pues en los años de John F. Kennedy, la clase trabajadora blanca había apoyado a los demócratas con decisión y ni hablar de la adoración a Franklin Roosevelt. Además, los republicanos eran “enemigos de los sindicatos”, y bajo sus políticas había crecido la desigualdad y la desindustrialización que afectaría a varias economías locales. Por otra parte, con respecto a la comunidad negra, se erigía como voz principal el reverendo y activista de los derechos civiles, Jesse Jackson.
El reverendo se presentaría a las primarias demócratas en 1984, convirtiéndose así en el primer candidato negro en hacerlo a nivel nacional -Shirley Chisholm se presentó en 1972, pero no compitió en todos los estados-. La plataforma de Jackson estaba muy a la izquierda, lo cual traía estrés postraumático a ciertos militantes al recordar la humillante derrota de George McGovern en 1972. El reverendo estaba a favor de subir de subir impuestos, recortar el gasto en defensa, incrementar los programas de beneficiencia, tener una posición pro-Palestina y reclamarle más a los jefes del partido demócrata por los intereses de la comunidad negra. Jackson consideraba que los suyos daban mucho apoyo y recibían poco a cambio. Irritó inmediatamente a la comunidad judía de Nueva York al publicarse una foto en la que salía abrazando al líder palestino Yaser Arafat. Sin embargo, el reverendo no conseguía el apoyo de todas las principales figuras negras. Un ejemplo sería Coretta King -la viuda de Martin Luther King Jr.-, quien argumentaba que Jackson exageraba su cercanía con el inmolado líder y decidió, en cambio, apoyar a Mondale.
¿Y por qué era tan difícil reconciliar ambas facciones demócratas en las presidenciales? Porque, desde la legislación a favor de los derechos civiles de Lyndon Johnson a mediados de los sesenta, el Partido Demócrata había perdido al electorado blanco más reacio a la integración racial. En el sur, de abierto pasado segregacionista y cuna de la Confederación, era de esperarse, ¿pero con la clase trabajadora blanca del Medio Oeste? El analista de datos demócrata, Stanley Greenberg, afirmaba que sí. El resentimiento racial y la posición a favor de los demócratas sobre la integración era el principal factor de la división de su base, incluso veinte años después de Johnson. El analista lo expresaba así al estudiar el condado de Macomb, Michigan, antiguo bastión demócrata:
“[La clase trabajadora blanca] expresa un profundo disgusto por los negros, un sentimiento que envenena cualquier actitud hacia el gobierno y la política. Los negros constituyen la explicación de su propia vulnerabilidad como clase y todo lo que está mal en sus vidas. No ser negro es lo que constituye ser de clase media; no vivir entre negros es lo que hace que un lugar sea decente para vivir.”
Por mucho de que una facción del partido le fuera hóstil, el electorado negro seguía apoyando a los demócratas de manera clara, y, a pesar de ser minoría, eran fundamentales para la victoria. Jesse Jackson lo sabía y maniobró para ser elegido candidato a vicepresidente con los tres millones de votos que consiguió en las primarias. Pero al final, calculaba Mondale, si Jackson fuera su vicepresidente los costes superarían a los beneficios. Por ejemplo, las encuestas le daban un 90% a Reagan en el sur si Jackson llegaba a ser el coequipero demócrata. Así que Mondale rechazó la idea, pero consiguió que Jackson le apoyara en la convención con un discurso enérgico a su favor. Esta vez no muchos se preguntaba si habían elegido al equivocado, sino por cuánto perderían.
“Minnesota estaría bien”
En las elecciones generales Mondale decide atacar a Reagan por su edad. A fin de cuentas el presidente tiene 74 años, y en 1981 estuvo a punto de morir tras un atentado que dejó parapléjico a su jefe de comunicaciones y una bala atravesó el pecho del mandatario. Ese día trágico, al estar a punto de entrar al quirófano, Reagan dice a los médicos: “espero que todos sean republicanos”. Y el jefe de cirujanos, un reconocido demócrata, responde: “hoy todos los somos, señor presidente”.
Aún así, en el primer debate se nota a un Reagan fatigado, fuera de forma. Regresan los rumores de su vejez, de la debilidad que carga consigo desde el atentado. Así que Mondale, observando una ligera oportunidad en una carrera en la que no ha estado nunca por delante, se ofrece en el segundo debate como un candidato mucho más ágil y joven. Pero Ronald Reagan era un político con un carisma fuera de serie y dice una genialidad cuando el presentador le pregunta si su avanzada edad es un problema. El antiguo actor, con su voz profunda y simpática, responde: “No voy a convertir mi edad en un tema de esta campaña. No voy a explotar, por razones políticas, la juventud y la inexperiencia de mi opositor.” El público estalla en júbilo y hasta Mondale no aguanta la carcajada. En ese momento, reconocería después el demócrata, perdió la elección.
Pero quedan unas semanas y Mondale arremete con todo lo que puede. Acusa a Reagan de guerrerista, mostrando en sus anuncios a familias entrando en refugios nucleares y el peligro que representaba el “programa de defensa espacial” del republicano. El denominado “Star Wars”, que no sería más que una costosa pantomima militar para amedrentar a la URRS. Pero Reagan da la vuelta a las acusaciones de Mondale con un anuncio en el que se muestra a un cazador persiguiendo a un oso. Se escucha una voz en off que le pregunta al espectador si, al no saber si el animal será dócil o peligroso, no será mejor “ser más fuerte” y no correr riesgos. Con aquella metáfora el presidente representaba su posición de fortaleza ante los soviéticos, y la supuesta debilidad de los demócratas ante la superpotencia rival.
Luego, cuando Mondale acusa a Reagan de favorecer solo a los ricos, este último responde que las teorías económicas del demócrata serán solo más impuestos y gastos elevados. “¿Para qué volver a los años de Jimmy Carter? Lo peor ya ha pasado, viene lo mejor”. Llegado noviembre de 1984, Mondale recuerda a los americanos “que las encuestas no votan, pero las personas sí”. Hace cuatro años Jimmy Carter estaba a tres puntos de diferencia y perdió por ocho, “¡había espacio para una sorpresa!”. Esa víspera electoral, más de uno encendió una vela de esperanza para conllevar los malos augurios.
Llegan los resultados y son peor de lo esperado. Reagan ganaría cuarenta y nueve de los cincuenta estados, y por casi 19% de diferencia en el voto nacional. La clase trabajadora blanca le apoyaría con un ventaja de dos contra uno. En diciembre le preguntaron al presidente qué querría por navidad y dijo: “Minnesota estaría bien”. Era el único estado que le ha faltado por ganar, pues era la tierra natal de Mondale, pero aun así la diferencia fue de solo treinta mil votos. Nunca un candidato presidencial estuvo tan cerca de ganar todos los estados del país.
A tal punto de humillación han caído Mondale y los demócratas. Se mastican las almendras amargas de la derrota, la hora en la que los partidos se dividen entre suspicacias sobre quien tuvo la culpa. Pues esto ya no parece un mal de ojo sin asidero, aquí alguien caminó por debajo de una escalera o rompió un espejo. ¿O es que acaso Reagan ha tornado la política en un plató de Hollywood y habrá que buscar a Robert Redford para hacerle frente?
El desasosiego se apodera de quienes temen que Estados Unidos no tenga más interés en un estado de bienestar, mientras otros se resisten al derrotismo e idearán un plan para regresar a la Casa Blanca en 1988. Consideran que es hora de unos “nuevos demócratas”. Ya está bien de que la izquierda apele siempre a razones morales, coquetee con cada causa perdida de moda y crean que por la superioridad de sus intenciones se encontrarán con el fruto de la victoria. Estrellándose así, una y otra vez, contra una realidad en la que se mueve mejor la derecha.
Los republicanos tienen un manual que los demócratas envidian: saben dar respuestas fáciles a problemas complejos, tienen una sonrisa más brillante que ellos y consiguen cerrar filas en torno a un candidato. Pero, más que nada, hay una facción demócrata a la que le irrita que la derecha se adueñe de cierto sentido de la madurez. El poder decir, con afán de vanidad, que “la izquierda es para rebeldes sin causa” y los sesenta se acabaron. En suma, que los revolucionarios no se murieron, sino que empezaron a trabajar y votaron por Ronald Reagan.
Por eso mismo, el presidente, en el júbilo de la noche electoral y con su sonrisa de medio lado le dice al público: “Aún no han visto nada”. Esto solo ha empezado. Ha ganado a la nación, pero él quiere conquistar a toda una generación.
[1] Sería un anuncio replicado posteriormente en diferentes campañas alrededor del mundo. Su influencia se encuentra, por ejemplo, en la exitosa campaña del “NO” en el plebiscito chileno de 1988 que condujo al regreso de la democracia.
[2] Traducción en español: “Ahora la calle principal tiene escaparates pintados de blanco/ y tiendas vacías, / parece que ya no hay nadie/ que quiera volver por aquí / Están cerrando la fábrica textil / del otro lado de las vías / el encargado dice: estos trabajos se van, chicos / y no volverán a vuestro pueblo”.