El Desierto de los Demócratas: 12 años de derrotas (II)
Segunda parte de cuatro; sobre la caída en desgracia de Jimmy Carter y el ascenso de Ronald Reagan. El inicio de una nueva era política.
“Ayer soñé con Jimmy Carter”
Los demócratas ganaron por la mínima la elección de 1976 entre Jimmy Carter y Gerald Ford, tras llevar casi cuarenta puntos de ventaja meses antes. Su candidato triunfaría siendo un “outsider” que enarboló la bandera de la anti-política y la dignidad tras el escándalo de Watergate, pero sin ideales demasiado definidos. No obstante, en 1980 hay otro político que se roba toda la atención: Ronald Reagan. Es la figura más provocadora del conservadurismo, con su voz de locutor, humor caústico e imagen de celuloide. Cuatro años antes había perdido la nominación republicana ante el presidente Ford por un puñado de votos, pero en su segunda oportunidad consigue una clara victoria en las primarias frente a George Bush; representando un firme giro a la derecha para su partido.
Sin embargo, Reagan no siempre mantuvo los mismos ideales. Su largo ascenso político reflejó, poco a poco, el cambio ideológico de Estados Unidos desde mediados de los treinta hasta los ochenta. Se crió en el seno de una familia de orígenes humildes de Illinois que apoyó de manera fervorosa al demócrata Franklin Roosevelt. Luego sería actor en más de cincuenta películas de cine serie B, y se movía tan bien en el ambiente progresista de Hollywood que fue nombrado presidente del Sindicato de Actores. Llegado el Macartismo y la persecución a todo lo que oliera a izquierda en la gran pantalla, mantuvo una posición firme contra las “listas negras” que desterraron a muchos colegas suyos al ostracismo.
En los cincuenta, representando a la General Electric en diversos anuncios, tuvo la oportunidad de conocer cientos de fábricas a lo largo del país. Debido a su miedo a volar, tenía que viajar en tren, y en esos largos trayectos, en los que leía cantidades para escribir sus propios discursos, se fue convenciendo de que era un conservador. Los escritos del popular intelectual, William F. Buckley, en la revista National Review lo llevaron a pensar que el New Deal de Roosevelt, que tanto había apoyado, era ya un lastre para la sociedad.
Al lanzarse Barry Goldwater a las elecciones de 1964 como un republicano libertario y opuesto a la integración racial, Reagan encuentra un referente y se convertirá en su principal discípulo. Goldwater perdería contra el presidente Lyndon Johnson por 16 millones de votos, 45 estados y más del 20% del voto. Hasta ese momento, es la segunda peor derrota electoral en la historia. Pero, al ganar los republicanos cinco estados en el sur más profundo, demostraban que se había acabado la hegemonía demócrata de más de cien años en aquella región. Y con ello, se arruinaba la coalición del New Deal entre segregacionistas del sur y progresistas del norte. El otrora claro camino de los demócratas a la Casa Blanca se convertiría en una paradoja ideológica. La influencia de aquella elección fue tanta que, con la victoria de Reagan en 1980, se dijo que “Goldwater no había perdido en 1964, simplemente habían tardado dieciséis años en contar bien los votos”.
Reagan se convertiría en los sesenta en gobernador de California, la séptima economía mundial por aquel entonces, y con su fórmula de austeridad fiscal y recorte de impuestos, salvaría al estado de la bancarrota. Pronto sería el gobernador más famoso del país y el representante del ala más a la derecha del Partido Republicano. Por eso mismo se decía que Carter le ganaría fácilmente, pues Reagan tenía fama de ser un hombre radical como Goldwater y que podía enviar a Estados Unidos a una guerra nuclear. No por nada, el mismo republicano Gerald Ford le había atacado en las primarias de 1976 con un anuncio que decía: “un gobernador Reagan no llevará al país a la guerra, pero un presidente Reagan sí”. Aquellas críticas eran el principal talón de Aquiles del antiguo actor.
Pero, para 1980, la campaña estaría marcada por la Crisis de los Rehenes de Irán, el alto desempleo, la inflación y la sensación de fracaso que el mismo Carter terminaría instaurando con sus discursos reflexivos y pesimistas que serían el mejor regalo para los republicanos. Ante tal sensación de falta de liderazgo, Reagan llegaría a decir: “ayer soñé que Jimmy Carter me preguntaba por qué quería su trabajo, y le dije que no quería su trabajo, ¡yo quiero ser presidente!”. El lema de la campaña del republicano fue: “Let’s Make America Great Again”. De aquellos polvos, estos lodos.
Peor aún, la decepción entorno a Carter rondaba al mismo Partido Demócrata. A tal punto de que el senador por Massachusetts, Ted Kennedy, hermano de los idolatrados Jack y Robert, decide competir contra el presidente en las primarias. A pesar de que a Kennedy lo perseguía un escándalo de 1969, en el que una joven asistente suya falleció en un accidente de coche provocado por él. Aun así, el menor de los Kennedy era un símbolo de todo lo que los demócratas querían volver a ser después de la frustración con Carter; el retorno a “Camelot” y los años dorados de sus hermanos mayores en el gobierno.
No por nada, es Kennedy quien está detrás de los ataques más duros de todo 1980. El senador proclama a viva voz en sus mítines: “¡No más americanos rehenes!, ¡no más intereses elevados!, ¡no más alta inflación! y… ¡no más Jimmy Carter!”. Las primarias terminarían coronando al presidente, pero en la convención, Kennedy seguía maniobrando para que lo eligieran a él. Fue un divorcio terrible. A tal punto en que el senador de Massachussets subiría a regañadientes a dar un famoso discurso de nominación en el que más bien llamó a “continuar la pelea”, sin pedir el voto por Carter y unificar al partido. Regresaban los fantasmas de 1976. “¿No habremos elegido al equivocado?”.
Definiendo la recesión, depresión y recuperación
Llegadas las elecciones generales, los asesores de Carter intentaron retratarlo como un hombre de pasado militar y comprometido con la paz. Si el votante se detenía a mirar con atención la política exterior del presidente, se encontraría con varios logros en la galería. Para empezar, en su mandato se había conseguido una nueva reducción de armas nucleares con la URSS, pero también había boicoteado los Juegos Olímpicos de Moscú ante la invasión soviética de Afganistán. Además, Carter honró la palabra de Estados Unidos al comprometerse a devolver el Canal de Panamá en 1999, y como si fuera poco, ¡había conseguido un histórico acuerdo entre Egipto e Israel que cambiaba la geopolítica de Oriente Medio!
Pero no bastaba. Había más de cincuenta compatriotas secuestrados en Irán por un gobierno que quemaba banderas americanas, no importaba la presión económica y diplomática que pusiera sobre el régimen del Ayatola Jomeini. Hay un desempleo y una inflación rampante, los precios de la gasolina están por las nubes ¿pero era culpable Carter de que en 1979 los países productores de petróleo hicieran otro bloqueo en su producción y pusieran la economía mundial en jaque?
Para salir de esa tormenta, el presidente nombró al economista ortodoxo Paul Volcker como jefe de la Reserva Federal, quien prosiguió a subir los intereses para bajar la inflación. Sería una receta que mandaría a Estados Unidos a la recesión, pero que en el medio plazo conduciría a la recuperación económica que se atribuiría Reagan. Carter es quien incluso empieza la desregulación de tres mercados en crisis: el transporte aéreo, la industria de la cerveza y las telecomunicaciones. Como decía una asesora suya: “Era un demócrata tan estricto en materia fiscal, que llegaba a exprimir las monedas”. Pero la historia no lo recuerda así: gracias a Ronald Reagan.
Se acercaba noviembre y todo lo que hacía Carter parecía salir mal. Decide lanzar una operación de rescate para los rehenes en Irán y fracasa de manera insólita, por lo que le acusan de perder vidas americanas. Se prepara intensamente para debatir contra Reagan y le roban la libreta con sus argumentos, por lo cual el antiguo actor se sabrá todos sus movimientos y le ganará el duelo. Faltando dos días para las elecciones los iraníes -sabiendo que Carter está por debajo en las encuestas- le ofrecen un trato muy poco favorable a cambio de liberar a los rehenes, pero el presidente decide que hay asuntos por encima de la política y no acepta.
Llegan las elecciones. Reagan dice con suprema ironía: “una recesión es cuando tu vecino pierde el trabajo, una depresión es cuando pierdes el tuyo y una recuperación es cuando Jimmy Carter pierde el suyo”. Así sería, a pesar de que las encuestas fueron más reñidas de lo que se recuerda. Los republicanos ganan 44 estados y ocho millones de votos más que los demócratas, además, recuperan el Senado después de veintiocho años relegados a la oposición. Es una caída en desgracia, la peor derrota para un mandatario desde Herbert Hoover en 1932.
El veinte de enero de 1980 se posesiona Reagan como presidente y, a esa misma hora, Irán libera a los cincuenta y cuatro rehenes americanos tras 444 días en su poder. Carter, en sus últimos dos meses de mandato y ya derrotado, había invertido todos sus esfuerzos en acabar ese secuestro. Al final lo conseguiría. No buscaba el rédito electoral, sino cumplir su último trabajo en la Casa Blanca. Pero de nuevo, la historia no lo recuerda así. Sus ojos azules de Georgia han pasado de reflejar la electricidad de la victoria de 1976, a un color pálido de resignación la mañana fría de Washington en la que abandona el poder. Seguirá luchando por su causa insigne, la defensa de los derechos humanos, y obtendrá décadas después el Premio Nobel de la Paz.
Comienza una era en la que, según el nuevo presidente americano, Ronald Reagan; “El gobierno no es ya la solución a los problemas, si no el problema en sí”. Se rompía con ello un discurso que dominaba Estados Unidos desde la elección de Franklin Roosevelt en 1932: el “New Deal”. La creación de un estado social, que protegiera a los menos favorecidos de las afugias económicas y salvaguardara sus intereses. Un sueldo mínimo y una pensión, la oportunidad de tener un empleo digno y no perderlo todo. La libertad de no tener necesidad y salir de la dominación del hambre por la noches.
Aquel discurso de intervención estatal había sido concebido para paliar los embates de la Gran Depresión, se instituyó con la incomparable capacidad industrial que pedía la Segunda Guerra Mundial y salvó a una generación. Luego continuaría con el “Fair Deal” de Truman y “El Nuevo Republicanismo” de Eisenhower, era ya una visión bipartidista y fue fundamental para construir la mayor época de movilidad social que la clase media americana haya vivido jamás.
Siguió creciendo a la par de la Guerra de Vietnam, la lucha por los derechos civiles, Watergate, las crisis del petróleo y los rehenes de Irán. Era ya “La Gran Sociedad” de la que hablaba Johnson y soñaba Kennedy: la que crearía el sistema público de salud para los más viejos y pobres, potenciaría la construcción de vivienda asequible y la educación pública, la que haría su propia guerra contra la pobreza y la injusticia racial. Lo más cerca que estuvo Estados Unidos de un estado de bienestar europeo.
Pero no. Aquel discurso que había empezado con el New Deal cincuenta años atrás ya era historia. Y lo enterraba uno de sus otrora más firmes aliados.