El Desierto de los Demócratas: 12 años de derrotas (IV)
Entrega final; Sobre la elección de 1988 y el inicio de una nueva generación de líderes (y tácticas) que redefinirían a la política americana
Michael Dukakis y “los siete enanos de 1988”
Llegado 1988 los demócratas percibían una buena oportunidad de victoria. Reagan no se podía presentar de nuevo y era un alivio debido a su increíble talento para arrastrar a las masas. Asimismo, su segunda administración se vio marcada por el escándalo “Irán-Contra” que arrinconó al presidente. Por años sería lo más cercano a un nuevo Watergate. Consistía en un complejo mecanismo de financiación a los grupos paramilitares en Nicaragua que buscaban derrocar al gobierno sandinista, a través de la venta prohibida de armas al gobierno enemigo de Irán.
Para más inri el partido republicano se veía abocado a unas primarias entre el vicepresidente George Bush, el senador por Kansas, Bob Dole, y el tele-evangelista, Pat Robertson, que empezaron de forma reñida. Meses atrás se habían escuchado fuertes rumores de que el magnate, Donald Trump, quería competir por la nominación. En diversas entrevistas el neoyorkino sugería la posibilidad de lanzarse y publicó sendos anuncios en medios criticando la política exterior de Ronald Reagan.
Trump pedía reducir la ayuda militar a Corea del Sur y Japón, recortar el armamento nuclear y acabar el déficit público. Decía que: “Estados Unidos debía dejar de pagar por defender a países que ya pueden hacerlo por sí mismos”. Además, en julio de 1987, el magnate viajaría a Moscú para reunirse con Gorbachov y discutir la construcción de hoteles de lujo allí. Era tal su popularidad con 41 años que algunos republicanos decían que “no había republicano igual de capacitado para ganar la elección de 1988”. Al final, Trump no se lanzó, pero quedaría desde entonces en el sonajero de candidatos cada cuatro años y mantendría el mismo mensaje. De nuevo: de aquellos polvos, estos lodos…
Por otra parte, los demócratas también coqueteaban con magnates, pues los años ochenta habían dado auge a una nueva ola de idolatría hacia los multimillonarios. Su objetivo era convencer a Lee Iaccoca, por entonces a la cabeza del grupo Chrysler, de lanzarse a la presidencia. Buscaban una imagen mucho más atractiva y en sintonía con los empresarios, pero Iacocca no tenía intenciones de entrar en política. A su vez, un grupo de demócratas del sur, liderados por el senador de Georgia, Sam Nunn, y el gobernador de Virginia, Charles Robb, decidirían crear una corporación y un “think-tank” que inspirara un nuevo aire al partido.
Nunn y Robb estaban cansados de tener que apoyar a liberales como Mondale, pues sentían que el país debía de ajustarse a los reinantes vientos conservadores. Querían ser menos puristas y más pragmáticos en los mensajes de campaña. Fundaron en 1985 el “Democratic Leadership Council” (DLC), y su primera táctica electoral fue que todos los estados del sur votaran un mismo día en las primarias de 1988. De tal forma, nacía el decisivo “Super Martes”, con el que esperaban posicionar competitivamente a los candidatos de su corte ideológico: “los nuevos demócratas”.
Pero no salió como pensaban. La baraja de candidatos demócratas aquel año fue muy variada, no habría una igual hasta las de primarias de 2020. Les llamarían “los siete enanos” y varios dejarían marca en el partido. Al principio partía como favorito un joven senador de Delaware reconocido por su candor, habilidades políticas y una sorprendente oratoria. Solía mantenerse al centro del partido, cambiando de posición según los aires. Su nombre era Joe Biden. Pero se retiró de la carrera poco después de descubrirse que su campaña había plagiado un célebre discurso al por entonces líder de los laboristas británicos, Neil Kinnock, y también otros fragmentos de Robert Kennedy y Humbert Humphrey. “Con razón”, dirían algunos, “aquella oratoria no podía ser tan buena”.
Luego estaba el senador por Colorado, Gary Hart, que llegó lejos en 1984 contra Mondale, pero cayó fulminado ante el escándalo de que mantenía una relación extramarital con una modelo veinte años menor llamada Donna Rice. El senador lo negó, pero las fotos eran demasiado jugosas. Fue el primer gran escándalo sexual en la historia moderna de la política americana, lo anterior eran solo rumores -que si Kennedy con Marilyn Monroe o el lesbianismo de Eleanor Roosevelt-.
Aquel escándalo sexual espantó de muerte al gobernador de Arkansas, Bill Clinton, afín al DLC y sobre quien ya sobrevolaban aquel tipo de insinuaciones. Sabía que de lanzarse y revelarse algún “lío de faldas” suyo, quedaría tan acabado como Hart para la presidencia. En el mismo día en que iba a anunciar su candidatura se echó para atrás, argumentando que priorizaba a su familia, y por ende “le mortificaba pensar en todos los partidos de softball, fútbol, obras de teatro y reuniones con maestros que se perdería”. Pero a quien no espantó fue a otro joven político del sur, el senador por Tennessee, Al Gore, quién representaría los intereses del DLC. Aspiraba a ganar el “Super Martes” y ponerse a la delantera. Abrir brecha para “los nuevos demócratas”.
Pero los dos candidatos que realmente se batirían a un duelo a muerte serían el gobernador de Massachussets de raíces griegas, Michael Dukakis, y el reverendo Jesse Jackson. El primero era un político tecnócrata y de ideas liberales, con un excelente historial al mando de uno de los estados más mediáticos del país. Era un hombre de baja estatura, con modales amables y “demasiado normal”. Su decencia era su mejor credencial.
Por otro lado, Jackson regresaba a las primarias con un aire más moderado. Aprendiendo de los excesos de su campaña de 1984 y con determinación de ir a por la victoria. Y por un momento sí parecía que sería el primer candidato negro nominado por uno de los dos grandes partidos. Pues, contra todo lo esperado, terminaría poniéndose a la delantera al ganar cinco estados del sur con el “Super Martes” que el DLC había diseñado para candidatos totalmente opuestos a la filosofía de Jackson -a quien apoya con fervor toda la izquierda del partido, entre ellos Bernie Sanders, por entonces el alcalde de Burmington, Vermont-.
Con aquel revés del destino, Al Gore terminaba sin posibilidades y los demócratas decidían agruparse entorno a Michael Dukakis, para evitar ahora sí perder los cincuenta estados. Era tal el poder de división del reverendo, que tras la victoria definitiva de Dukakis en las primarias una encuesta general diría que aquellos a quienes les agradaba Jackson estaban a favor del griego por 17% sobre Bush. En cambio, quienes no simpatizaban con él se iban hacia los republicanos por un margen de 57%. A pesar de que esta vez Jackson tenía 96% de apoyo de la comunidad negra y ocho millones de votos consigo, el electorado americano seguía siendo 85% blanco.
Sobre estos candidatos sobrevolaba la imagen del gobernador de Nueva York de origen italiano, Mario Cuomo, quien era el favorito de las bases del partido. Tenía una oratoria magistral, un carisma que hipnotizaba y a pesar de los ruegos no se había querido presentar a las primarias. Decía que los demócratas tenían “que hacer campaña en verso y gobernar en prosa”. Pero, incluso sabiendo que por aquel entonces él era el mejor representante del liberalismo del New Deal, entendía que la palabra “liberal” se había convertido en un insulto popular. Cuomo se autodefinía como un “progresista pragmático” y más de uno tomaría nota. Pero parecía que estaba vez no iba a ser necesaria la timidez ideológica. Llegada la convención de 1988, Michael Dukakis –“un liberal con orgullo”- le sacaba más de quince puntos de ventaja a George Bush en las encuestas.
La “maldición demócrata” parecía llegar a su fin y nada menos que con un programa similar al de la socialdemocracia europea: control de armas, una sanidad pública, más inversión en educación, en contra de la pena de muerte y a favor del internacionalismo. “¿Será posible que ganemos con orgullo, con nuestros ideales, tras ocho años de Reagan?” se preguntan con incredulidad en la convención. Incluso, ¡una encuesta dice que los americanos extrañan a Jimmy Carter! Se sienten todos en la luna. Aun así, el griego teme que el italiano Cuomo brille demasiado al dar el discurso de nominación y que todos vuelvan a preguntarse “si han elegido al equivocado”. Por lo que Dukakis decide que su amigo, el gobernador de Arkansas, Bill Clinton, haga la intervención más importante de la noche.
Clinton sube al escenario, sonríe y saluda con la candidez de su acento sureño. Los asesores de Dukakis han pedido que por favor se limite a una intervención de quince minutos sobre políticas específicas de la plataforma demócrata. Pero Clinton huele que aquí hay una oportunidad para que recuerden su nombre y decide extenderse hasta treinta y tres minutos. Fracasa y acaba aburriendo a todos. Se burlan los comentaristas, exaspera al público y lo abuchean. Cuando llega al final del discurso y dice “en conclusión….”, todos los presentes celebran. Ha sido un fiasco total. Se siente humillado y una presión en la sien no le deja pensar en nada más. Dicen en las graderías que ha arruinado sus opciones como futuro candidato.
Al poco tiempo llega Dukakis y da un buen discurso sobre el orgullo que representaría para sus padres, inmigrantes griegos, verle donde está. Es la viva imagen del “sueño americano”. Luego prometerá restaurar la dignidad, hablará brevemente en español y exalta el papel de la diversidad. Los demócratas sienten que tienen a un ganador, pero tras la convención Dukakis sufrirá como nadie lo había pensado.
“América no puede tomarse ese riesgo”
Los republicanos, comandados por los feroces estrategas Lee Atwater y Roger Ailes -posterior fundador de Fox News-, harán una campaña que bajará hasta el fango. Temerosos de que los “Demócratas de Reagan” decidan regresar a sus filas originarias, sacan a relucir diferentes “controversias raciales” y la “debilidad” de Dukakis para realinearles a su favor. Lo más infame sería un anuncio de televisión que presenta las visiones de ambos candidatos sobre el crimen. Se subraya que Bush está a favor de la pena de muerte para asesinos, en cambio, el gobernador Dukakis permitió que un preso negro, condenado por asesinato, llamado “Willie Horton” saliera hasta diez veces los fines de semana como parte de un “programa de rehabilitación”.
En una de aquellas ocasiones Horton robaría una tienda y violaría a una mujer. Además, en aquel programa de “permisos de fin de semana” en el que Dukakis creía con convicción, más de 268 presos se habían escapado. El anuncio terminaba diciendo “Weekend Prison Passes, Dukakis on Crime”. El ataque fue denunciado abiertamente como racista por Jesse Jackson y Lloyd Bentsen, el candidato a vicepresidente. Roger Ailes calculaba que el anuncio sería tan polémico, que se emitiría una y otra vez en los telediarios para hablar de ello. Tendrían un efecto multiplicador gratuito. Y así fue. Se llegó a tal punto en que, como dirían los asesores demócratas: “la gente pensó que Willie Horton era el número dos de Dukakis”
Luego, en el segundo debate presidencial le preguntan a Dukakis si, en el caso hipotético de que un criminal violara y asesinara a su esposa Kitty, no pediría la pena de muerte. Una pregunta escandalosa, incómoda, a la cual el demócrata responde de manera firme con sus principios: “no, no la pediría” y procede a demostrar con estadísticas la ineficacia de la pena de muerte como elemento de disuasión. Le acusarían de ser demasiado frío en sus emociones al responder. Adicionalmente, se esparcirían rumores -absolutamente falsos- sobre su estado mental, o que su esposa había quemado una bandera americana protestando contra la Guerra de Vietnam.
Bush se referiría a Dukakis, una y otra vez, como “ese izquierdista que sube los impuestos y sacaba a los asesinos de la cárcel”. Lo tacha también de ser un “liberal cobarde” de Harvard, con la ironía de que Bush estudió en Yale, que pertenece también a la prestigiosa Ivy League. No importa. El republicano es tan efectivo que remonta en las encuestas después de meses estando por debajo.
Pero Dukakis, que es un hombre decente, decide no responder a la campaña de Bush con ataques sucios. Intenta mantenerse por encima de aquel tipo de política y, para mostrarse preparado para comandar a la nación le recomiendan hacer una sesión de fotos con enseñas militares. Se sube a un tanque M1 Abrams y con un casco sobre su pequeña cabeza, saluda a la multitud. Piensan que se verá como un líder de talla mundial, pero al llegar al público este se parte de la risa. Sin pensarlo le han dado el mejor regalo posible a Bush, quien fue un destacado piloto en la Segunda Guerra Mundial.
Los republicanos sacan a relucir la experiencia de Bush en el aparato estatal: embajador de Estados Unidos ante China y la ONU, director de la CIA y vicepresidente por ocho años. Además, recalcan que Bush forjó su propia fortuna con la industria petrolera de Texas, fue congresista y director del partido republicano. ¿Michael Dukakis? Un gobernador que se opuso a más inversión en tanques, helicópteros y portaaviones, y sin experiencia en política exterior.
La campaña de Bush hace un anuncio detallando todo esto y usando la imagen del tanque concluyen con un: “América no puede tomarse ese riesgo”. La Guerra Fría sigue pesando, y los votantes se convencen cada vez más de que no es hora de dejar de lado “la fortaleza militar” de los Estados Unidos. Dukakis llega al punto en que en el tercer debate presidencial dice que “quiere ser fuerte en defensa” y se escuchan carcajadas en todo el auditorio.
Es muy tarde para reaccionar. Por mucho que Dukakis haga anuncios diciendo “que el pueblo americano y él están hartos de esta campaña sucia” perderá por 40 estados y 8 millones de votos. El partido demócrata queda traumatizado, “¿cómo ha podido pasar si íbamos más de quince puntos por delante unos meses atrás?”. Sienten que han perdido a la clase blanca trabajadora para siempre, y con ello, cualquier posibilidad de regresar a la presidencia.
La esperanza, el lugar menos buscado
Dos años y medio después, es primavera de 1991. Bush tiene 89% de aprobación tras la victoria en la primera Guerra del Golfo y el programa humorístico, Saturday Night Live, hace un sketch sobre un posible debate para las primarias demócratas. Están diferentes comediantes en una mesa y encima de la misma se lee un cartel que lee: “¿Quién perderá contra el presidente Bush en el 92?”. Los grandes líderes del partido demócrata consideran que la elección está decidida de antemano, y no quieren gastar sus oportunidades como presidenciables. Será mejor esperar a 1996 cuando ya no se presente Bush.
El gobernador de Arkansas, Bill Clinton, opina lo contrario. Bush tiene una guerra civil en su propio partido y el país va rumbo a la recesión. El momento es ahora. Considera que él sí ha aprendido de estos doce años de derrotas. Tomó nota del carisma de Reagan, la efectividad de bajar impuestos y recortar en asistencia social como mensaje electoral, las tácticas sucias de Bush, el “progresismo pragmático” de Cuomo, el giro hacia el centro del DLC y el miedo a la izquierda con Jackson.
Pronto les enseñará a todos -contra viento y marea-, cómo resistir escándalos y acusaciones. No quiere ser un Dukakis, un Carter o un Mondale. Su abuelo al fallecer decía que se reencontraría con Franklin Roosevelt, pero su nieto sería el “Nuevo Demócrata”. El primero en no perseguir el New Deal.
El futuro presidente nació en un pequeño pueblo llamado Hope. Pocos sabrían que la esperanza no es lo último que se pierde, sino el lugar menos buscado.
Sobre “El desierto de los demócratas”
Esta serie de artículos nació como una larga introducción a un estudio sobre la figura de Bill Clinton en la historia reciente del Partido Demócrata. Pero era una historia tan rica en detalles y matices, y tan indispensable para comprender la esencia de la victoria de 1992 y los ochos años de mandato demócrata que siguieron, que se merecía una luz propia. Es menos divertida que la crónica sobre la elección de 1976 -porque Gerald Ford solo hay uno-, pero, aun así, se tratan los orígenes de diferentes movimientos, dilemas y candidatos que marcarían la política americana de las siguientes décadas.
Mis principales fuentes para este artículo fueron el libro del periodista Steve Kornacki, “The Red and The Blue: The 1990s and the Birth of Political Tribalism”, la serie documental de CNN, “Race for the White House” con sus capítulos sobre las elecciones de 1980, 1988 y 1992, el canal de Youtube “Mr. Beat”, el podcast “Four More Years” de la Cadena SER y The Hispanic Council, y diferente número de artículos de The New York Times, Vox y Político.