De lo personal: "Un pequeño pueblo llamado Davis, California"
Un escrito de marzo de 2020, cuando la pandemia nos cayó encima a todos
Ha pasado ya un año del día en que regresé con el corazón en la garganta de Estados Unidos a Colombia, dejando aquella experiencia de intercambio en un final abrupto. No me hubiera perdonado a mi mismo no publicar -en conmemoración-, este texto escrito a finales de ese marzo de vértigo, cuando pude encontrar las palabras con las que mirar de nuevo a Davis, California. ¿Que si lo escribiría distinto? Quizá. Pero no deseo traicionar el sentimiento de melancolía que estaba allí latente ni a sus personajes; que pertenecen hoy a un mundo pretérito, a salvo de pandemias.
Podrá pasar el tiempo, pero estos recuerdos me seguirán provocando la misma perplejidad y candidez. "Yo me digo que fue mejor dejarnos, que no habernos conocido", como cantó en su día el italiano Fabrizio De André.
“He woke up, the room was bare
He didn't see her anywhere
He told himself he didn't care
Pushed the window open wide
Felt an emptiness inside
To which he just could not relate
Brought on by a simple twist of fate”
Estos versos son de mi canción favorita de Bob Dylan. En ella el Nobel de Literatura oriundo de Minnesota narra como, por un pequeño giro del destino, la vida pudo haber cambiado: quizá la chica que le gustaba le querría de vuelta, quizá se tuvo que haber atrevido con aquella o esa relación podría haber resistido algunas mañanas más.
Hace una semana seguía viviendo en Davis, California. Un pequeño pueblo estudiantil de sesenta mil habitantes que ni yo mismo sabía ubicar en el mapa un año atrás. “Cerca de Sacramento” era la única indicación que tenía. Sin saberlo, acabé adaptándome al lugar: a los veinte minutos en bicicleta hasta el campus de la universidad, mirando con cuidado aquella curva entre la segunda y la tercera “street” donde los coches no frenaban muy bien. Al final, era tal mi sentido de la costumbre que en mis tardes de biblioteca no me resultaba extraño levantar la vista de los apuntes y no encontrar la mirada afable de mis amigos de Madrid, sino a un estudiante tailandés absorto en concursos de televisión y un señor cascarrabias con el que era mejor no cruzarse.
Pero la familiaridad con Davis nació, entre otras, a la tradición sagrada que cumplía cada martes en la noche. Me reunía con mis compañeros de intercambio en la taquería “El Burrito”, donde Mario -el dueño- nos regalaba una horchata gratis a unos cuantos. La ceremonia empezaba a las ocho y media, durando hasta casi las doce. Hablábamos de lo divino y lo mundano, soltando la rienda a las anécdotas que nos traía la memoria.
Eramos un crisol de nacionalidades digno del préambulo de un chiste: “Estaban un ruso, una suiza, un alemán, una holandesa, un colombiano, un afgano, dos españoles, dos mexicanas y un peruano en una taquería cuando…”. Conformando tan alucinante combinación fuimos a las ocasionales fiestas en la que los menores de veintiún años hacían de cuenta que eran mayores, y que siempre acababa con la pregunta sobre si nos encontrábamos etílicamente aptos para pedalear treinta minutos de vuelta a casa.
A lo largo de los seis meses que viví en Estados Unidos había terminado por cantar dos veces “If you’re going to San Francisco, be sure to wear a flower in your head” en las calles de tan icónica (y cara) ciudad; y visité el parque de Yosemite, donde acampamos un par de noches temiendo que un oso nos visitara sin querer. Fui al fotogénico “Boardwalk de Santa Cruz” donde tras una llovizna salió un doble arcoirís y el cielo parecía recién salido de la tintorería.
Caminé por el campus eterno de la élite de Stanford en una tarde gris y marchita de diciembre en la que creí atónito que había visto el mismísimo “Pensador” de Auguste Rodin, para luego sentir el ridículo ardiendo en mi rostro al enterarme que la escultura original estaba en París. El viaje que teníamos pensado hacer a Los Ángeles nunca llegó a estar basado en hechos reales, así que el último recorrido por la California turística fue la inesperada visita a unas cuevas donde nos repitieron catorce veces que ahí cabían dos “Estatuas de la Libertad”.
No falta decir qué fue lo-que-lo-cambió-todo. Es un giro del destino de tal magnitud como para decirle, de repente, adiós a los quince “taco tuesdays” que creía que me faltaban. Mike Tyson, el inolvidable e imbécil boxeador de los años ochenta, lo dijo de forma mucho mejor que yo: “Todos tenemos un plan hasta que nos pegan un puño en la cara”. El gancho izquierdo no sabemos quién nos lo dió, pero hoy estamos todos en la lona esperando levantarnos antes de que el árbitro cuente hasta diez.
Entre más me conoces, más te das cuenta que soy un disco rayado que repite los mismos temas. Uno de esos “grandes éxitos” míos es la obsesión con Estados Unidos. Con mis delirios juveniles de Alexis de Tocqueville he criticado, estudiado y aprendido de la república americana más que de ningún otro país. ¿A qué se deberá? Quizá un psiconalista me diga que todo se debe a una mañana en Caracas; en la que me senté a ver televisión con mi madre y nos cruzamos con las imagénes de un avión comercial estrellándose contra la Torre Sur del World Trade Center.
Pero hay más hipótesis. Está la electricidad que sentí por mi cuerpo al escuchar por primera vez los versos de Walt Whitman o la sensación de sobrecogimiento que produce leer a Hemingway y Fitzgerald narrar como nadie la angustia de la más inolvidable “generación perdida”. La música también tendrá su culpa, y podría buscar como evidencia los cientos de veces que he intentado imitar en la ducha el metal de la voz de Don McClean cantando aquella oda a los sesenta que es “American Pie”.
Tampoco me guardaré motivos más banales y usuales. La figura histórica de John F. Kennedy, “Jota-Efe-Ká”, me ha cautivado desde niño. Esa clave secreta de la esperanza asesinada en Dallas; irónicamente, el último suelo que pisé antes de regresar a Colombia. Pero, en primera instancia, la fijación con Estados Unidos creció por culpa de mi propia droga: el cine. La más poderosa de todas las armas americanas, la más bella de sus mujeres. “Happiness is a warm gun” cantaban los Beatles y por ahí van los tiros.
En estos seis meses en Estados Unidos pude sorprenderme de la pobreza en sus calles y la avaricia dictada en “cifras de cuatro o seis dígitos”. Por fin entendí lo que una vez me dijera mi padre desde el volante del coche: “Todos los gringos piensan primero en dinero, y el que no piensa así es Bill Gates, pero porque ya tiene demasiado”. Viví mi propio Vietnam con el sistema de salud americano, percibiendo la asfixia que produce no tener la seguridad sanitaria con la que vivir tranquilo si tienes siquiera un dolor de muelas que no pediste.
También pude preguntarme sobre la extensión de un país tan inconmensurable. Pues yo -hijo privilegiado de las capitales-, consideraba que Nueva York estaba tan lejana de mí pueblo de 60 mil habitantes que era imposible pensar que compartiéramos la misma bandera. Entendí realmente aquello de los “Estados” en la palabra “Estados Unidos”. A su vez, comprendí lo que significa en sí el término “calidad de vida”; y en una rebelión de mi psiquis, me percaté de que tenía que amanecer en California para darle nombre a la nostalgia de unas cañas y unas bravas en Madrid.
Quedé asombrado de la calidad de la enseñanza, la habilidad pedagógica y la talla intelectual de los profesores en Estados Unidos. Ese templo de la palabra y el saber que pueden ser sus universidades. Era un verdadero placer ir a cada clase. También reconocí que el americano más brillante es una criatura muy poderosa, a la que cuesta hacerle frente del otro lado de la mesa. Pero, con la ironía de que en política las mejores conversaciones fueron con los extranjeros que tenían la sabiduría suficiente de guardar espacio para el postre.
Ante nada, admiré esa habilidad que tienen los americanos para entender al que pronuncia mal su lengua. García Márquez alguna vez dijo que “el inglés mal hablado era el idioma universal” y no le pude dar más la razón la vez que entendí “phone” cuando me decían “fun”, y me puse a hablar de móviles para la extrañeza del cajero de aquel Target. Aun así, yo, con mi inglés “muy latino”, me hice entender seis meses. A costa, claro está, de lucir con seis años menos de edad mental.
Si en España me di cuenta de lo que llamaba el “síndrome del extranjero” y en Praga de mi alergia a los oficios monótonos, en California asumí que “mi patria es mi lengua” -como escribió una vez el poeta Fernando Pessoa-. Pues en ella consigo expresar un retrato mucho más certero de quién soy, lo que pienso y quiero.
Encontré entonces como mayor honor de mi vida el saber hablar español. Pues en medio de la velocidad mental que implica dominar otro idioma uno acaba diciendo el tiempo gramatical que no es y la frase que no se planeaba. La coherencia quedaba extraviada como gran víctima de mi torpeza. ¿Qué compensará aquella barrera de la lengua para los americanos?; ¿Será la cursilería de las miradas?, ¿la sonrisa amplia al decir el clásico “have a good one” ?, o ¿la cortesía que tanto aprecian y para la que reluce mi educación católica?
Hoy, cuando ya la nostalgia empieza a rasgar el sopor de la tarde, me doy cuenta de que la cuarentena no es más que un purgatorio de recuerdos y por fin me salen las palabras. Me quedan muchas anécdotas en la guantera, fotos que quiero colgar, relatos que no sé aún cómo narrar. En mitad de esta película que vivía avisaron que el cine se estaba quemando y tocaba salir corriendo con lo puesto. No sabremos si Ingrid Bergman y Humphrey Bogart acabaran juntos. Pero una lección nos queda de aquellos amantes atrapados en Casablanca, que esperaban un salvoconducto que les sacara de allí antes de que fuera demasiado tarde.
Esa lección es que la memoria salvará los lugares del fuego de las guerras y el temor de las pandemias, y siempre nos quedará: un pequeño pueblo llamado Davis, California.