Will The Circle Be Unbroken?
Reflexiones en la víspera de una elección histórica en Estados Unidos
“You remember songs of heaven
Which you sang with childish voice.
Do you love the hymns they taught you,
Or are songs of earth your choice?”
Will The Circle Be Unbroken, Ada R. Habershon
Norman Rockwell, “Which One? (Undecided; Man in Voting Booth)”, 1944. Fuente: New York Times.
Es la víspera de “la elección más importante de nuestras vidas”. En la era dorada de las series de televisión hasta la política se viste de suspenso para mantenernos atentos. Pero hay una pequeña tribu en el mundo, a la que con bochorno admito pertenecer, que vive la política americana como un culto que requiere de diaria dedicación. Teniendo como curiosidad que los miembros de la tribu no viven en Estados Unidos. Es una verdadera rareza antropológica -o psiquiátrica-, que llega a niveles de éxtasis y frenesí cada cuatro años, en el primer martes de noviembre. El día de las elecciones americanas es el equivalente a un cambio de era, un signo milenarista para el cual se han ahorrado energías durante largas estaciones.
Este recelo apocalíptico se expresa del lado demócrata con la noción de que si Donald Trump es derrotado será el inicio de un “regreso a la normalidad”, o, si consigue la reelección, es hora de considerar el cianuro. Si se encuentra usted a favor de los republicanos, pensará que una victoria de Biden es volver a “lo peor de la era Obama”, y si en cambio el demócrata es derrotado, estará feliz de que habrá cuatro años más de “El mundo según Donald Trump”.
Refutar estas nociones sobre “el día después de las elecciones” no quiere decir que no sea válido sentir decepción o alegría tras los resultados, sino que no vale la pena reducir el abanico de emociones a solo dos opciones. Pues si algo nos ha enseñado una de las principales manías de la ficción anglosajona, la distopía, es aprender a abrazar la resignación. Hay en esa renuencia a la ilusión una cualidad admirable. Sin ir más lejos, Orwell, Huxley, Bradbury y otros genios del género nos invitan a asumir una posición estoica, en la que los hechos no dejen de impactarnos pero tampoco de sobrepasarnos.
Sus relatos, llenos de un dulce pesimismo, son parábolas que nos explican que la tragedia radica en mantener grandes esperanzas de cambio que no hacen sino derrotarnos; cuando, por otra parte, lo que debemos hacer es cambiar el rango de nuestras esperanzas. No debemos aspirar a que la polarización política se resuelva si gana nuestro candidato, sino aprender a conllevarla. No hay que esperar que el racismo se termine en cuatro años, pero sí que estemos más cerca de ese día y no cada vez más lejos.
Es el incrementalismo en el que tanto creía la jueza progresista, Ruth Bader Ginsburg. Pues al fin y al cabo, el progreso implica más un cambio en las conciencias que en las leyes, aunque más de una vez se necesita de las segundas para mover de su letargo a las primeras. El siguiente cuadro de Norman Rockwell lo ilustra a la perfección. Se observa el episodio de 1960 en el que cuatro agentes federales escoltaron a la pequeña Rudy Bridges a su primer día en la escuela primaria William Franz, de Nueva Orleans, para que pudiera ejercer su derecho constitucional a una educación desagregada en medio del odio imperante de supremacistas blancos.
Norman Rockwell: “The Problem We All Live With”, 1963. Fuente: My Modern MET.
Imaginemos que gana Joe Biden. ¿Qué habrá que esperar? La respuesta no dependerá meramente de si ha ganado o no. Hay más factores en juego: por cuánta diferencia lo ha hecho, si los demócratas han recuperado el Senado y mantenido la Cámara de Representantes, cuál ha sido precisamente su coalición electoral y qué tan fiel le será una vez pasada la elección. Los resultados están lejos de ser binarios, pues están sujetos a múltiples posibilidades. Pero si la historia nos enseña una constante sobre las administraciones demócratas, es que lo mejor es esperar poco de lo mucho, y mucho de lo poco. Un presidente americano no es un rey electo como algunos nos quieren hacer creer. Sí, es un hombre poderoso, pero no todopoderoso.
De un Joe Biden presidente habrá que aguardar una o dos legislaciones importantes; pues incluso eliminado el famoso “filibusterismo” que bloquea el pleno control del Senado, un mandatario suele tener un capital político menor a sus promesas. Para la muestra, el mejor antecedente: Obama tenía una amplia mayoría en ambas cámaras durante los dos primeros años de su mandato, traía consigo un entusiasmo público abrumador, y aún así, costó sangre, sudor y lágrimas aprobar su reforma sanitaria. En el proceso, hubo que abandonar en el Senado una histórica ley contra el cambio climático que Nancy Pelosi había conseguido aprobar por la mínima en la Cámara, y, el mayor de los errores, Obama decidió apostar por un estímulo fiscal menor (831$ mil millones) del que acosejaban algunos de sus asesores (1,8$ billones).
Esto último provocó una recuperación económica más lenta, situación que supieron capitalizar los republicanos al decir que se debía a que los demócratas estaban obsesionados con una “sorda” y “atropellada” reforma sanitaria. Es así como en las elecciones de mitad de mandato de 2010, los demócratas tendrían la peor derrota en la Cámara de Representantes desde 1938 y no lograrían recuperarla en los siguiente seis años de Obama. Su agenda doméstica quedó paralizada poco a poco, hasta quedar en estado vegetal tras perder el Senado en 2014.
Norman Rockwell, “New Kids in the Neighborhood (Negro in the Suburbs)”, 1967. Fuente: Brooklyn Museum.
Teniendo presente este antecedente, elija usted cual de las siguientes leyes prioriza antes de que se agote el entusiasmo inicial de un presidente Biden y solo en caso de tener mayoría en el Senado; protección del medioambiente y transición energética, opción pública en sanidad, suprimir obstáculos al sufragio universal, expandir la Corte Suprema, mejorar las infraestructuras nacionales, o aumentar el salario mínimo federal a 15 dólares la hora. Claro está que sin eliminar el “filibusterismo” no se logrará aprobar ni media ley en el Senado, y para conseguirlo habrá que superar una ofensiva feroz por parte de los republicanos junto a unas arduas sesiones convenciendo a los demócratas más moderados. No sin antes librar otra batalla para aprobar el segundo estímulo fiscal que lleva encallado en el Congreso desde Julio, y ya sabemos qué puede suceder si termina siendo uno menor a lo necesitado…
Así que habría que esperar “poco de lo mucho” de Biden, no por falta de intenciones sino de posibilidades políticas -aunque también podría haber distintas soluciones-. En cambio, sí se puede ofrecer “mucho de lo poco”. Devolvería a la Casa Blanca un sentido de decencia, con hechos tan sencillos como que el presidente de los Estados Unidos no llame un “hijo de perra” a deportistas que protestan, “perdedores” a soldados fallecidos y “violadores” a inmigrantes mexicanos. Se podría volver a velar por los intereses de ciertos grupos desfavorecidos a través de acciones ejecutivas, como por ejemplo, aumentar el número anual de refugiados de 18 mil actuales a los más de 100 mil de la era Obama. Habría también oportunidades para tener un Departamento de Justicia mucho más activo contra los abusos policiales a través del uso de los “consent decrees”. Y, cómo no, Biden intentaría recuperar la confianza de los aliados en política exterior, apoyando el multilateralismo, dejando de alabar a dictadores y defendiendo a quienes resisten el autoritarismo.
A pesar de estas acciones, no menos valiosas y muy factibles, la “maldición de los demócratas en la Casa Blanca” sigue siendo que se suele esperar tanto que terminan por decepcionar. En cambio, los republicanos prometen un programa muy concreto (este año ya no propusieron ni algo nuevo), por lo que a su electorado le dejan la impresión de que “cumplen”. Por ende, si en algo podemos ayudar quienes simpatizamos con los demócratas, es en quitarles la espada de Damocles que cargan sobre sus cuellos. Esperar sin desesperar. Esto no quiere decir ni complacencia ni condescendencia, pero si mayor prudencia.
Norman Rockwell, “Murder in Mississippi”, 1965. Fuente: Norman Rockwell Family Agency.
Imaginemos que gana Donald Trump. ¿Qué habrá que esperar? Aplicando la misma premisa que con Joe Biden, dependerá de diferentes resultados. Puede ser que pierda ambas cámaras legislativas, llevando a la política americana a un punto muerto en el que la legislación demócrata será vetada por el presidente y las propuestas de este serán rechazadas por el Congreso. Tanto Trump pierde poder, como los demócratas se quedan sin pólvora con la que responder a la derogación de sus leyes insignes por una Corte Suprema de mayoría conservadora. ¿Y si los republicanos aguantan y mantienen el senado? Se puede esperar cuatro años similares a los ya vividos, enfocados en la recuperación económica y un desgaste mayor en cuanto más se acerquen las elecciones de mitad de mandato en 2022.
En cambio, al nominar a cada vez más jueces conservadores, el legado de Trump podría extenderse por décadas. Asimismo, la reelección del presidente acabaría las esperanzas de recuperar un Partido Republicano de corte más moderado, uno con firmes principios conservadores, pero sin la misma rapacidad, vulgaridad y populismo, similar a lo que representan aún figuras como el excandidato presidencial y hoy senador por Utah, Mitt Romney. ¿Lo más preocupante de cuatro años más de Trump? Que se mantenga el desdén por gobernar, por la ciencia y la realidad, sumado a una mayor tensión geopolítica con China que nos acerque a un punto de quiebre.
Las “cuatro libertades” de Franklin Roosevelt, retratadas por Norman Rockwell, 1943. En el sentido del las manecillas del reloj: “la libertad religiosa, la libertad de expresión, la libertad de vivir sin miedo y la libertad de vivir sin penuria”.
Hablemos un momento de Estados Unidos, como idea en la historia y país en el mundo. En su célebre discurso de Gettysburg, rindiendo homenaje a los muertos que dejaba el bando unionista en la Guerra Civil, Abraham Lincoln explicó como ninguno el propósito de su lucha:
“Somos más bien los vivos los que debemos consagrarnos aquí a la gran tarea que aún resta ante nosotros: que de estos muertos a los que honramos tomemos una devoción incrementada a la causa por la que ellos dieron la última medida colmada de celo. Que resolvamos aquí firmemente que estos muertos no habrán dado su vida en vano. Que esta nación, Dios mediante, tendrá un nuevo nacimiento de libertad. Y que el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo no desaparecerá de la Tierra.”
El proyecto de república que los padres fundadores habían concebido era tan necesario, y a la vez, tan complejo, que requería de los mejores esfuerzos de cada generación. A su vez, Thomas Jefferson, quien mantuvo posiciones ambiguas y contradictorias con respecto a la esclavitud, reflexionaba en “Notas sobre el Estado de Virginia” sobre los dilemas irresolubles que esta cuestión representaba para la nueva nación. Adivinaba en ella el conflicto mismo entre los ideales de libertad de Estados Unidos y su agria realidad, una contradicción que desembocaría en la Guerra Civil y los muertos a los que honraba Lincoln:
“¿Se puede pensar que las libertades de una nación son seguras cuando hemos eliminado su única base firme, una convicción en la mente de la gente de que estas libertades son un don de Dios? ¿Que no deben ser violados sino con su ira? Ciertamente tiemblo por mi patria cuando reflexiono que Dios es justo: que su justicia no puede dormir para siempre (….) El Todopoderoso no tiene ninguna razón por la que pueda ponerse de nuestro lado en tal contienda [la esclavitud]”
Entre aquellas dos visiones de Estados Unidos, la devoción a sus ideales y el desprecio de sus faltas, parece conjurarse el espectro ideológico de nuestras opiniones; sin que se nos permita que la una sea compatible con la otra. El presidente americano es el líder del mundo libre o el mayor genocida que existe. Su capitalismo nos resulta admirable o abominable. Entre estas falsas dicotomías se oculta nuestra propia sensación de superioridad sobre “la nación más poderosa de la tierra”. La confianza de que nuestro país actuaría diferente si se encontrara en la misma situación geopolítica, de que en nuestra forma de ser se encuentra una vida más pura y menos consumista, de que los ángeles están de nuestro lado.
Si le pedimos a los Estados Unidos que mire al resto del mundo más de cerca, a nuestra sociedad como una suma de ciudadanos y no un catálogo de estereotipos, ¿no deberíamos hacer lo mismo? Ya sea diferenciar a sus gobernantes de sus habitantes, apreciar la calidez del sur, la sagacidad del norte, la mirada sosegada del oeste, perder el aliento con los rascacielos de sus ciudades, o recuperar la inocencia con el abismo de sus cañones del desierto.
Podemos sentir como propios a sus maestros, que ya son nuestros. Ahí están Walt Whitman, Emily Dickinson, Norman Rockwell, Martin Luther King Jr, Eleanor Roosevelt, Edgar Allan Poe, Stanley Kubrick, Alexander Hamilton, Benjamin Franklin, Jane Addams, James Baldwin, Ernest Hemingway, Duke Ellington, Johnny Cash, Miles Davis, Ella Fitzgerald, Susan Sontag, Jody Williams, John Rawls y decenas más. Los Estados Unidos pueden hacer del mundo más grande sin mirarnos a todos como más pequeños. Y nosotros podemos admirar a los Estados Unidos sin sentir que valen más que Francia, México, Argentina, España, Reino Unido, China, Egipto, Japón, Italia o Rusia. Pues qué poco sabe de Estados Unidos quien solo los conoce, y que poco sabe del mundo quien no conoce a los Estados Unidos.
Norman Rockwell, “Golden Rule”, 1961. Fuente: Norman Rockwell Museum.
Al pasar esta semana de vértigo, seguirán allí los supremacistas blancos y las teorías de la conspiración. No habrá revolución o paraíso, ni se deben de desear. La búsqueda de un “consenso americano”, el retorno a un “tiempo de unión”, es el sueño de fuga de quienes o no recuerdan bien el pasado o no lo vivieron. Solo en contadas ocasiones se ha conseguido algo similar, como en el punto más álgido de la intervención americana en la Segunda Guerra Mundial. Pero, más allá de estas quimeras, quizá sí se puede recuperar cierta decencia que enseñaba el republicano John McCain, o la noción de un debate basado más en argumentos y menos en descalificaciones sin fundamentos. Si llega a ser idealista desear esto, no estaría mal quedarnos entonces con una versión “aburrida” de la política como el debate vicepresidencial entre Kamala Harris y Mike Pence, y no el primero entre Donald Trump y Joe Biden.
Aún en caso de que “los representantes” no sientan la urgencia por subir los estándares, deben ser “los representados” quienes lo sigan reclamando. Para empezar, deberán los ciudadanos entrar más en las discusiones públicas, pero también saber cómo salirse de las mismas. Decía el filósofo español José Ortega y Gasset que “la política es la piel de todo lo demás", simbolizando la omnipresencia de esta actividad en nuestras vidas, y en cierta medida, el deber de aprender a navegarla.
Pero no deja de significar “todo lo demás”. Hay un algo anterior, un algo superior, un algo fundamentalmente apolítico. Es ese el espacio que más hay que cuidar. Sacar lo personal de lo político. No dejar que lo que diga Donald Trump altere nuestro ánimo, ni permitir que las desilusiones con los demócratas lastren nuestro interés por la política. Aplica tanto para los miembros de la exótica tribu de americanófilos como a quienes se interesen más por asuntos locales, solo hace falta cambiar los nombres. Es mejor evitar una “metabolización” de la ideología, no llegar hasta el punto de que nos defina y se convierta en un castigo, sin poder disfrutar de una película o un libro por estar criticando que no han representado a tal o cual colectivo. O, por el contrario, menospreciar una obra artística porque se ha representado a tal o cual colectivo. En suma, aprender a convivir con nuestras diferencias sin que nos dominen. Lo que pedía otro filósofo, el colombiano Estanislao Zuleta;
“Para mí una sociedad mejor es una sociedad capaz de tener mejores conflictos. De conocerlos y de contenerlos. De vivir no a pesar de ellos, sino productiva e inteligentemente en ellos.”
Norman Rockwell, “Breakfast Table Political Argument”, 1948. Fuente: Norman Rockwell Museum.
En 1971, con la resaca de los años sesenta y su asfixiante polarización entre generaciones, los miembros del joven grupo de música country, The Nitty Gritty Band, se reunían con los supervivientes del legendario clan de La Familia Carter, padres fundadores de ese género. Los primeros representaban a los Baby Boomers que luchaban en Vietnam y los segundos a la Greatest Generation que luchó en el Pacífico. Así entonces, encontradas las dos generaciones en un mismo estudio de grabación, se dispusieron a versionar un himno cristiano de principios del Siglo XX. No cualquier cántico, sino uno usual en ceremonias fúnebres. Se llamaba: “Can the Circle Be Unbroken”, pero decidieron darle un cambio y titularlo con una interrogación: “Will the Circle be Unbroken?”. Un canto a la vida y la muerte, a la desesperanza e ilusión con la que enfrentarse a ambas.
En ese momento de crisis a principios de los setenta, más de uno se preguntaba si los Estados Unidos seguirían siendo una unión, pues era demasiada la división en cada aspecto. A tal punto había entrado lo personal en lo político. Sin embargo, la respuesta a esas dudas se encontraba ahí, con la relación amistosa entre la Nitty Gritty Band y los supervivientes de La Familia Carter. En la belleza del contrapunto de las voces graves y agudas, marcadas ya fuera por las hojas del tabaco o la resina del hachís. El despliegue de las edades del país en cada estrofa de ese himno de antaño.
Al cantarlo de nuevo, los miembros de las dos bandas tenían la esperanza de que quienes lo escucharan, no encontraran en esas voces disímiles la quimera del consenso, sino la aceptación de una productiva diferencia. Basados en esa sutil enseñanza, los conflictos serían más tolerables. Y por eso mismo, el círculo no se rompería.
Gracias Santiago. Me ha permitido aclarar intuiciones propias sobre la polarización en Colombia