Apuntes de Política Colombiana: El 2021
Una larga reflexión sobre un año llamado a perdurar en forma de cicatrices y metamorfosis
Primero, un prólogo. Llevaba tiempo pensando en cómo regresar a las canchas de esta “newsletter”, o más bien, “caja de ensayos” dada la longitud de los textos -característica que está más presente que nunca en éste, advertidos están-. Durante meses me sentía como un atleta que se recupera de una dura lesión y teme que el cuerpo le truene en el siguiente paso. La tercera entrega sobre la reforma tributaria de Alberto Carrasquilla nunca llegó, pues, a los pocos días ni el ministro ni la ley seguían con vida política. Colombia se sumergió en unas semanas de vértigo; con derroteros de anarquía y abuso policial en las principales ciudades, ante los cuales nuestro estado de derecho se vió rezagado y patético.
Desde 1977 no se veía un “paro nacional” de tal magnitud y furia. El estadillo social de 2021 fue lo que auguraban, y aguardaban, por años las guerrillas marxistas y nacionalistas. Puesto que teorizaban que ese sería el momento perfecto para prestar apoyo logístico al descontento popular y así, jalonados por la historia, tomarse el poder. Huelga decir que el proceso de paz de la Habana ha servido, entre otros asuntos, para neutralizar el combustible de un escenario que combine lucha armada y masas en las calles.
En medio de ese panorama de incertidumbre no pude encontrar los argumentos con los que separar el grano de la paja y elaborar un texto que perdurara; mucho menos las palabras con las que hilvanar una seria posibilidad de salida. Puesto que lo que escribiera perdería vigencia a la velocidad del sonido; cada video en redes, cada mensaje de alarma, y cada opinión, caían en un saco de confusión.
Es así como me recluí durante esas semanas en lecturas que me ayudaran a encontrar un “polo a tierra”: escritos sobre historia colombiana con la firma de Malcolm Deas y Daniel Pécaut, ensayos reflexivos en la voz de Mauricio García Villegas, crónicas desde los ojos de Alonso Salazar y Andrés Felipe Solano, y biografías con el tacto de Juan Esteban Constaín. Tras salir de la cueva el debate público aparentaba menos sordidez y lucía una nueva sordina, pero la tinta estaba ya seca y la atención se había desplazado. Empero, no estábamos en el “status quo ante bellum” que algunos creían ver a su alrededor.
Ahora sí, a lo que vinimos: ha terminado el 2021 y hay que que echar cuentas. Entre las metamorfosis de las alianzas políticas a la presidencia, el auge de una izquierda cada vez más efectista, el test de ácido que vivieron las instituciones y los acertijos de economía política que yacen sobre el despacho de quien gobierne a Colombia. No es un mero recuento para el espectador, extranjero o local, que haya visto con miopía los hechos. Es un ensayo para recoger las piezas que volaron con la explosión del “paro nacional” y andan mezcladas sin remedio en el tren de las elecciones de 2022.
Vamos, que hay mucho que planchar.
Una metamorfosis chilena
La tan sonada y perenne “crisis de los partidos en Colombia” -hasta el punto en que ya no es una situación anómala sino costumbre- ha tenido una nueva metamorfosis. El mapa político asumió una nueva norma tras el éxito de las consultas (primarias abiertas) de la derecha y la izquierda en las elecciones de 2018, con las que Iván Duque y Gustavo Petro mostraron su capital electoral como antesala a la primera vuelta.
Por ello, quien quiera llegar “fuerte” a las presidenciales primero ha de contar las cabezas entre sus bases y auscultar la opinión mejor que ninguna encuesta; a la vez de que este mecanismo de elección de candidatos funde las alianzas internas en las coaliciones. Incluso para quien luego se da cuenta que está en un barco que naufraga y ya no quedan salvavidas.
Las consultas también invitan a los candidatos a recorrer Colombia, haciendo campaña desde un año antes de las elecciones y ciñéndose a los problemas de cada hora. Lo cual puede conllevar aspectos positivos y negativos. A falta de datos, se podría suponer un conocimiento mayor sobre los contendores a la presidencia con respecto a un escenario en el que no hubiera consultas. Las entrevistas en medios, debates entre aspirantes, y horas a pie de calle recolectando firmas, atraen la atención de los ciudadanos -aunque esto sea sobre todo en aquellos con interés por la política, lo cual no es gran novedad-.
Por consiguiente, se han formado tres consultas importantes: la de la “Coalición Equipo Colombia” (centroderecha), la de la “Coalición Centro Esperanza” (centroizquierda) y la del “Pacto Histórico” (izquierda). Como mencionó Juan Fernando Cristo -exministro de interior con Juan Manuel Santos y precandidato presidencial- en una entrevista radial: la intención de la alianza dentro de la centroizquierda es replicar el famoso modelo de la “concertación chilena”. Aunque en realidad aplica a cualquiera de las tres coaliciones.
La “concertación” fue el pacto electoral entre los otrora rivales, el Partido Socialista y el Partido Demócrata Cristiano, que ganó las presidenciales en Chile entre 1990 y 2010. Detrás de este tipo de alianzas está lo que los politólogos colombianos llevan pidiendo cada navidad: la recomposición ideológica del electorado (curioso regalo). Es decir, que se conjuren en bloques las diferentes visiones del país, con la esperanza -y ese es el siguiente paso- de que un día coexistan tres grandes fuerzas en el Congreso de la república. Y de paso, facilitar la gobernabilidad.
El fin notarial del bipartidismo tras la Constitución de 1991 se había convertido en un auténtico lastre para los presidentes y su coalición de gobierno; hasta el punto en que llegaron a competir 72 partidos por ambas cámaras del Congreso en 2002 -en dichas elecciones 45 consiguieron representación-. La reforma política de 2003 aumentó el umbral electoral y permitió aspirar solo mediante una lista, cerrada o abierta por partido; tras lo cual, poco a poco, se ha conseguido embridar la “explosión demográfica” en la rama legislativa. Sí, tal cantidad de oferta partidista era positiva en los indicadores de pluralidad, pero un harakiri en materia de gobernanza.
La situación ha mejorado. Actualmente hay 280 escaños en el Congreso, 13 partidos en el Senado -que consta de circunscripción nacional desde 1991- y 15 en la Cámara de Representantes. Por eso es posible que le falten las pilas al regalo de la “recomposición ideológica” que piden los politólogos en navidad.
Es útil presentar unos datos más para evidenciar el carácter de las relaciones entre el Congreso y la Presidencia. De acuerdo al capítulo elaborado por Mónica Pachón y Manuela Muñoz para el libro “Policy Analysis in Colombia” (2020):
Entre 1998 y 2018, el 60% de las leyes introducidas por la Presidencia fueron aprobadas, en cambio, solo un 10% de las que fueron iniciativa de congresistas lo consiguieron.
Entre 1998 y 2020 se propusieron 657 enmiendas constitucionales -las cuales necesitan ocho debates- y solo el 6% (40) fueron aprobadas. 37.5% del total de enmiendas presentadas se referían a asuntos políticos y electorales; por lo cual no es erróneo afirmar que “la reforma política” es una de las que más capital político cuesta (siendo “la reforma agraria” la más complicada a ojos de este servidor)
El 80% de las enmiendas constitucionales no superaron el primer debate en comisión.
El 50% (20) de las enmiendas constitucionales aprobadas fueron autoría de congresistas. Demostrando el rol pivotal que tiene la rama legislativa en las reformas de mayor calado.
Los Funerales del Papá Grande: la derecha sin Álvaro Uribe
La coalición de centroderecha (“Equipo Colombia”) está conformada por actores cuyo principal activo son sus feudos electorales, como quien juega una partida de Risk; en esencia, hay tres exalcaldes en liza, un senador conservador, y una exgobernadora en un papel coordinador. A pesar de que la política tradicional es la marca de esta alianza, les une la difícil tarea de mostrarse a la vez críticos y amables con el gobierno de Iván Duque. La clave de bóveda, no obstante, es que todos en alguna ocasión han portado pines en favor del proceso de paz de la Habana.
Vale la pena analizar el carácter de los integrantes de esta coalición con más detalle en otra entrega, puesto que se alternan entre una estilo coloquial y campechano como el de Álex Char y Federico Gutiérrez -exalcaldes de Barranquilla y Medellín, respectivamente-, y un tono más “técnico” como el Enrique Peñalosa -otrora mandatario en Bogotá-. El denominador común es resaltar el legado de sus pasados profesionales y cómo su experiencia les permitiría resolver “los principales problemas del país”. A riesgo de que se les critique por los lunares en su historial y no consigan girar el discurso en su contra: las denuncias sobre los instrumentos ilegales de las maquinarias electorales y el hastío con la política tradicional.
Si triunfan, y uno de sus integrantes consigue la banda presidencial, habrían conseguido forjar el vaso comunicante entre veinte años de “uribismo” y “santismo”. Lo que no es nada desdeñable y marcaría los próximos actos en la obra de la centroderecha, con un marbete electoral enfocado fuera de Bogotá.
A la orilla derecha del electorado también está el candidato del partido liderado por Álvaro Uribe, el exministro de Hacienda y ganador de la primera vuelta presidencial en 2014: Óscar Iván Zuluaga. En esta segunda aspiración, y tras ganar la nominación a la extremista Maria Fernanda Cabal, ha rebajado su tono altisonante y busca mostrarse como un líder conciliador. Ya no se habla de “hacer trizas el proceso de paz” y más bien su campaña gira entorno a la promesa de generar dos millones de empleos.
De hecho, en la polémica propuesta de referéndum que hacía Álvaro Uribe a finales del 2020, el expresidente incluía algunos puntos de política social que fueron luego soslayados en la opinión pública y muestran la peculiaridad de la derecha colombiana.
Uno de ellos era el “bono pensional para niños de hogares vulnerables” (el Centro Democrático está buscando equipo de márketing), una propuesta claramente progresista y que surgió en medio de las primarias del Partido Demócrata de Estados Unidos en 2020. Fue impulsada por el Think Tank de la Brookings Institution y la campaña de Corey Booker, senador de Nueva Jersey. A la par, si se escuchan con atención las declaraciones del expresidente, reitera sus tres pilares (o “huevitos” como diría en 2010): política social, inversión privada y seguridad.
Es por eso mismo que la impopularidad de Duque ha conducido a Zuluaga a resaltar sus propuestas sociales de política pública, buscando sacar a su partido de la roca en la que ha encallado. A la vez, los líos judiciales de Álvaro Uribe complican su papel como gran referente de la derecha, por lo que se anticipa el ocaso del “uribismo” como marca electoral. Una “peculiar” forma de celebrar el vigésimo aniversario de su atronadora victoria en la primera vuelta de 2002 (aún así, dudo que el patriarca se retire pronto a su cuartel de inverno).
En lo que habría que fijar la lupa en 2022 es en el desempeño de los nuevos liderazgos del Centro Democrático en el Congreso, dado que el padre del partido no estará entre los sillones del Capitolio. Irónicamente, uno de los mejores escenarios en la baraja del “uribismo” es que Gustavo Petro llegue a la presidencia, puesto que podrían ejercer una oposición vociferante y radical en la voz de Maria Fernanda Cabal; quien hace acopio de una legión de seguidores que dicen interpretar con lucidez el carácter de derecha del colombiano.
Así invocar a la rabia sea terrible para el país, “volver a las raíces” sirve tanto para las bandas de rock en decadencia como para ciertos partidos políticos. Es: o la última carta o el último flotador.
Iván Duque decía en 2019 en entrevista con la Revista Semana que: "Los temas asociados con los beneficios y la atención a los jóvenes en Colombia, no son ni de izquierda ni de derecha, son de sentido común y de necesidad en el país". No se ha terminado de politizar, por parte de la derecha, la noción de un estado mínimo. El "uribismo” habla de una gestión “austera”, lo cual se traduce en fusión y eliminación de organizaciones estatales, no en un discurso a lo republicano que quiere recortar en sanidad pública, transferencias monetarias y educación.
He ahí un peligro latente. La llegada de un giro radical en el discurso de la derecha si llega un gobierno “alternativo” -centroizquierda o izquierda- que amplíe el alcance del estado, proponga nuevos programas sociales y extienda otros. Al punto en que defender iniciativas aceptadas hoy por el “uribismo” como “Familias en Acción” sea considerado alimentar la pereza y poco más que cantar el poder a los soviets. (Sí, este es un escenario descarriado, pero puestos ya a hablar de distopías hay que mantener el registro y no desentonar).
Dudo mucho que esto llegue a suceder, dado que una reducción en el presupuesto de los programas de transferencias acaba por ser un suicidio en materia de economía política. Pedro que ladra no muerde; y si no, pregúntenle al Bolsonaro de la campaña de 2018 y al que descubrió en 2020 que dicho dinero mantenía a flote su popularidad en una balsa de aceite. No obstante, en este campo nos encontramos, de nuevo, con la teoría política de “Nixon va a China”: la derecha es quien, irónicamente, tiene más “teflón político” para expandir la inversión social, y la izquierda la que puede realmente recortarlo.
¿Bailando sobre el techo?
La centroizquierda presenta, tras varios inconvenientes en 2021, una posibilidad prometedora de llegar a segunda vuelta (para sus estándares, claro está). Tras conseguir la adhesión de Alejandro Gaviria, exrector de la Universidad de los Andes, por encima de los vetos de Jorge Enrique Robledo -el candidato más a la izquierda de esta alianza-, el “centro político” no volverá a dividirse como en 2018. Lo cual es un logro, dado a que es una patología febril entre varios sectores políticos en Colombia.
Por otra parte, así fracasara el intento de una lista conjunta y cerrada al Congreso, es factible que se consiga un número respetable de legisladores por parte de la “Coalición Centro Esperanza”; habría que sumar en la pizarra a quienes logren llegar a la meta con el renacido “Nuevo Liberalismo” del mártir Luis Carlos Galán, los de mayor renombre del partido “Verde Oxígeno” de la excandidata presidencial Ingrid Betancur, las facciones más centradas de la Alianza Verde y los partidos minoritarios de ciertos candidatos.
A pesar de los sueños ariméticos de la “Coalición Centro Esperanza” el principal problema con la centroizquierda radica en su discurso: es un programa muy estrecho, que básicamente trascurre desde la anticorrupción y la nueva visión en la lucha contra las drogas a las “buenas maneras” en la forma de hacer política (léase: alejarse de las maquinarias). Por eso mismo se les acusa de que entre sus lindes faltan dientes, siquiera ganas de morder. Siendo el peso de la carga, o para otros seña de orgullo, el voto en blanco de Sergio Fajardo y Humberto de la Calle en la segunda vuelta de 2018.
Entre sus manifiestos precoces no se termina de hablar lo suficiente sobre política económica, reforma pensional y laboral, pobreza, vivienda, seguridad, o cómo mejorar la justicia. Quizá por miedo a las contradicciones, que no acaban de ordenarse dentro de los diferentes candidatos y no resisten el tensar mucho la cuerda. Sin embargo, Juan Manuel Galán y Alejandro Gaviria si han buscado “políticas bandera”; en especial, legalización de las drogas, y renta básica para jóvenes y personas mayores.
En cuanto a estrategia, también son flancos débiles la cercanía con la cada vez más impopular alcaldesa de Bogotá, Claudia López, y la excesiva dependencia en el voto urbano de las clases medias y altas. Sergio Fajardo, que de nuevo busca la presidencia pero con más canas y un par de investigaciones encima, consiguió en 2018 unos cuatro millones de votos en primera vuelta. La duda está en si ese será el piso electoral con el que ya cuentan o el techo del que a duras penas se podrá pasar. Si es esto último: apague y vámonos. Qué lindas fotos de campaña quedaron.
El termostato político
Sobre la izquierda habría que decir que se encuentra en su hora más optimista. En gran parte se debe a dos factores. La política “termostática” y la falta de interés electoral en asuntos del conflicto. El primer termino se refiere a la forma en la que, a medida que un gobierno se desgasta, crece la favorabilidad de quien esté en la oposición. Una fórmula de madera, agreste y precaria, pero que no se olvida donde está el norte y en qué sitio queda el sur.
Hasta hace poco el traje dorado de la oposición se ceñía con precisión de sastre al “uribismo” y su inquina hacia la coalición en favor de la paz; sin embargo, tras el 2018 la izquierda en cabeza de Gustavo Petro es quien mejor se ha sabido posicionar en las antípodas de Iván Duque y Álvaro Uribe. Huelga decir que ha de enviarle un ramo de gratitud al joven Estatuto de la Oposición, que desde hace cuatro años garantiza un escaño en el Senado a quien pierda la segunda vuelta; con lo que esto conlleva de presupuesto y visibilidad política.
Asimismo, el gobierno de Iván Duque -que ya se encontraba débil con solo un año en el poder- recibió dos tiros de gracia con la pandemia y la crisis económica que esta trajo colgando de las mancuernas. Lo anterior se suma a la fractura en la derecha durante la crisis de seguridad en Cali de mayo del 2021 y que ha provocado que la sospecha hacia el presidente sea un “modus vivendi” dentro de su partido. (Estamos en cuenta regresiva para empezar a hablar de “derechita cobarde”).
Este factor de “política termostática” alumbra la suerte de Gustavo Petro, quien se frota las manos al recordar los ocho millones de votos que consiguió en la segunda vuelta de 2018 (que tampoco es que sean cual ahorros a su nombre en una cuenta bancaria y crezcan a buen recaudo). El optimismo lo certifica su consistencia como puntero en las encuestas y el interés que han tenido políticos tradicionales hacia su tercer intento electoral. A la par, el ejemplo de Andrés Manuel López Obrador en México ha ilustrado la necesidad, no solo de moderar el discurso tras dos derrotas presidenciales (en su caso 2006 y 2012), sino “flexibilizar” los vetos a cierto tipo de maquinarias electorales que antes eran “el enemigo”. La tercera es realmente la vencida si se revisan a la baja las lineas rojas.
Olla de grillos, olla de alacranes
El “Pacto Histórico” por eso mismo se parece más a “La Cuarta Transformación” mexicana que al “Socialismo del Siglo XXI” venezolano. Gustavo Petro ha repetido, una y otra vez, que desea reconstruir la antigua coalición electoral del Partido Liberal; la cual era una poderosa estructura “atrapalotodo” en la que, como dicen aún sus estatutos, existía una alianza de “matices de izquierda”. Esto lo ha estudiado con detenimiento el politólogo Francisco Gutiérrez Sanín, mostrando que encajaban en el mismo “trapo rojo liberal” tanto estructuras sindicalistas como aquellas cercanas a mercenarios de extrema derecha. Las victorias presidenciales de 1974, 1978, 1986, 1990 y 1994, además de la hegemonía parlamentaria, le otorgaron un timbre de gloria a dicha coalición, a pesar de que a la larga quedara patente su (muy) cuestionable fisonomía elástica.
La siguiente foto de la Convención Nacional del Partido Liberal en agosto 1988 ilustra “todos los fuegos” dentro del liberalismo colombiano de antaño, y que se aprestaban por primera vez a elegir candidato en una consulta abierta. A la izquierda está Luis Carlos Galán, socioliberal que fuera otrora ahijado político del expresidente Carlos Lleras Restrepo (1966-1970), y quien se reintegra al partido tras su década de disidencia con el “Nuevo Liberalismo”; a cambio, ha sido garantizado por parte de la cúpula liberal que se “abrirán a la ciudadanía” las decisiones trascendentales. A un año exacto de su asesinato era el claro favorito para las elecciones de 1990, pero dependía en exceso del voto de clase media y alta en las ciudades. Por ende, Galán no alcanzaba el umbral necesario para conseguir la presidencia en su epopeya moral de llanero solitario contra “la politiquería”.
En el centro de la foto está el ganador de las elecciones presidenciales de 1994: Ernesto Samper, del ala socialdemócrata y heredero del expresidente López Michelsen (1974-1978); por entonces es cercano a maquinarias electorales de contrabando (“Sanandresitos”) y en seis años recibirá financiación del Cartel de Cali para ganar la segunda vuelta. Escorado a la derecha (en la foto y literalmente) está Alberto Santofimio, senador del Tolima y “brazo político” de Pablo Escobar, ambos serían autores intelectuales del magnicio de Galán en agosto de 1989. Al fondo se encuentra Hernando Durán Dussán -exalcalde de Bogotá-, cercano a estructuras terratenientes y de política tradicional.
A propósito, en una entrevista en los años ochenta el expresidente Virgilio Barco (1986-1990) definía, con sagacidad y sinceridad, los componentes sociales de los dos grandes partidos colombianos:
“Si dicen que el Gobierno es una olla de grillos, pues sí. Resulta que el Partido Liberal ha estado compuesto por hacendados, campesinos, comerciantes, empleados, desocupados, emboladores y putas, y ojalá sea así. Y el Partido Conservador ha sido lo mismo. Eso fue lo que llegó al poder. Eso es una olla de grillos. Es más (….) de alacranes.”
Esta transversalidad se ha visto reflejada en el denominado “Pacto Histórico” en las alianzas líquidas que ha encabezado Gustavo Petro con alfiles de la política tradicional como Roy Barreras y Armando Benedetti; junto a la inclusión de pastores evangélicos como Alfredo Saade, activistas afrocolombianas como Francia Márquez y de orígenes indígenas como Arelis Uriana de la Guajira.
Esto sin mencionar que en la consulta de marzo de la izquierda estarán también caras de presentador de televisión como Camilo Romero, exgobernador de Nariño y exsenador de la Alianza Verde, y liberales de la rama socialdemócrata como Luis Fernando Velasco (cuya principal bandera fue por años: reducir el precio de la gasolina).
Pero, lo que sin lugar a dudas a representado mayor división en la izquierda ha sido el acercamiento a Luis Pérez, exalcalde de Medellín y exgobernador de Antioquia. Una figura polémica del Partido Liberal, que tras una fachada afable de cautela, destapa agrios nexos con “parapolíticos” y carga consigo su papel en lo que fuera la “Operación Orión” en 2003; la controversial toma militar del barrio popular más conflictivo de la ciudad de Medellín, “la Comuna 13”.
Por mucho que la izquierda más urbana y de claro voto de opinión -como la que representa el senador Iván Cepeda- se oponga a la inclusión de sectores tradicionales en el “Pacto Histórico”, sus apoyos cuentan menos en campaña que los de estos últimos y sus críticas no tienen peso; puesto que no cometerán la ingeniudad de autoexcluirse (aunque casos se han visto). La posibilidad de alcanzar el poder es por primera vez real y sería para ellos absurdo quedarse por fuera, cuando esas mismas voces pudieran tener mayor capacidad de negociación desde el Congreso ante un hipotético presidente Gustavo Petro.
El hecho insólito de que la izquierda colombiana haya conseguido extender su alcance y esté unida con fuerza en esta contienda electoral se debe también a la astucia de esos nuevos aliados tradicionales, en cabeza de senadores como Armando Benedetti y Roy Barreras. Sus habilidades transaccionales han producido ingeniosos mecanismos de disciplina interna como el “Colegio Electoral”, el cual ha tenido la responsabilidad de conformar la lista cerrada al Congreso con la que aspiran lograr un récord de legisladores.
A través de ese tipo de órganos partidistas es que consiguen exculpar a Gustavo Petro de las decisiones más amargas -pero provechosas en materia de votos- y que antes solían dividir a la izquierda. Tal y como se ha visto con las denuncias futiles sobre el escaso poder de influencia que tiene la candidata afrocolombiana Francia Márquez dentro de la lista al Congreso, a pesar de ser segunda en las encuestas del “Pacto Histórico” y probable fórmula vicepresidencial.
Buscando nuevos referentes: la izquierda mira al exterior
¿Y cuál es la otra “ventaja inherente” de la izquierda? La ausencia de los asuntos relacionados con la paz y la guerra entre las prioridades electorales. Esto permite capitalizar el malestar social que se vive actualmente por temas materiales: el desempleo, la inflación en el precio de los alimentos, la informalidad, la inequidad en las pensiones, el coste de la vivienda.
Por eso mismo, Gustavo Petro cada vez que puede denuncia desde su cuenta de Twitter la "ignominia y desidia” del gobierno Duque al respecto. Arrojando ideas enrevesadas de política económica para solucionar cuanta crisis, real o no, haya en el país: la de seguridad, la de la vejez, la de las familias cafeteras, la de la industria del humor. No obstante, este método de “pescar con dinamita” muestra una preocupación por resolver los problemas y temores de millones de colombianos. Tiene los pies en la calle y esa es una de sus principales basas electorales.
Con respecto a lo anterior, sorprende la ingenuidad con la que reaccionan muchas voces académicas (en especial los economistas, cómo no) a las propuestas de Petro; malinterpretando el sentido de la propaganda política, pidiendo estructura a ideas que no están sino escritas con rapidez y, sobre todo, sin comprender que una campaña busca atraer la atención de ciudadanos que -con justa razón-, tienen preocupaciones mucho más importantes que medir la consistencia técnica de un candidato.
En otras palabras: “quiero saber si el candidato de turno habla de bajar el costo de la vivienda, no de cómo lo hará”. Esta estrategia de Petro no deja de ser arriesgada por otra parte, ya que deja a merced de sus oponentes políticos la interpretación de su programa ante los votantes indecisos. Sin embargo, también galvaniza a las bases izquierdistas al salir a defender su visión de política pública.
Los críticos audaces de Twitter, que consideran que han desnudado ante el electorado las pulsiones cesaristas y “expropiadoras” del líder de la izquierda colombiana, no han caído en la cuenta que de por si le están hablando a un mítin que ya desconfiaba en él y no piensa votarle. En cambio, quienes sí depositarán su voto por Gustavo Petro en mayo y junio -por mucho que les disgusten ciertos apoyos tradicionales-, hace tiempo hicieron las paces con la idea de que no hay que confundir la necesidad de la causa con la calidad de sus portavoces.
El siguiente paso de la izquierda, en una estrategia cuyos flecos siguen escritos en tiza, es proporcionar en el debate público un ejemplo de gestión. “Un apartamento modelo para los compradores”, “un caso de literatura para los estudiosos”. Bajo esa clave es que habría que leer el propósito del reciente viaje de Gustavo Petro a España (y el de Lula en noviembre, pero eso dejémoslo a las “newsletters” de Brasil).
Observando a Pedro Sánchez y Yolanda Díaz se consigue señalar qué es lo que quiere Gustavo Petro: adaptar a Colombia el modelo de la coalición de gobierno entre el PSOE y Unidas Podemos. Siendo el caso de España una réplica a quienes le acusan de ser un vástago del chavismo por sus declaraciones pasadas, o los que con mayor tino apuntan a los estragos de gobernabilidad de la izquierda; sea Pedro Castillo en Perú, AMLO en México o Alberto Fernández en Argentina -cada situación con un grado y matiz diferente-. Gabriel Boric en Chile podrá llegar al rescate -pues ha vivido un poco de lo mismo-, pero solo podrá proporcionr una estrategia de victoria para la segunda vuelta: dar una pátina de moderación al candidato para calmar las denuncias de radicalismo. Receta de la casa.
No obstante, quedan dos incógnitas: la primera es si un “votante indeciso” en Colombia realmente está al tanto de la política española y sus dinámicas. (Spoiler: “No; para empezar el PSOE tiene la palabra socialista en sus siglas, a la cual los colombianos son alérgicos, y el Partido Popular le sonaría de izquierda a una mayoría de los transeuntes”). La siguiente duda es si Gustavo Petro podrá morderse la lengua más seguido y mantener un discurso más coherente.
Sobre lo segundo hubo señales en el debate televisivo entre los candidatos del “Pacto Histórico” en diciembre, cuando ese zorro político llamado Roy Barreras afinó el olfato y buscó un mensaje calculado. Pivoteando hacia la necesidad de proteger el acuerdo de paz, meticuloso en la presentación de los conceptos y adulcorándolos con sabor vainilla. En otras palabras: apaciguando temores sobre qué haría la izquierda de llegar al poder; por mucho que hubiera compañeros de debate que sabotearan ese intento con torpezas (un cordial saludo a Alfredo Saade y Arelis Uriana).
Al día siguiente Roy Barreras ya no era candidato presidencial. No se largó de la carrera arrojando la puerta y diciendo el célebre: “con estos hijueputas no se puede hacer nada” -aunque quizá para sus adentros lo barajó-, sino para ser jefe de debate del “Pacto Histórico”. El encargado de evitar que la familia de la izquierda se salga de la “carretera de la paz”, la que conoce bien por sus años como alfil de Juan Manuel Santos y negociador en la Habana, y que considera el secreto para el éxito en 2022.
“Infortunadamente la Presidencia de la República no se recibe con beneficio de inventario”
¿Y cómo ha sido el 2021 de Iván Duque y qué puede enseñar sobre la gobernabilidad en Colombia? El historiador británico Malcolm Deas, en su estupenda biografía sobre el expresidente Virgilio Barco (1986-1990), apuntaba la dificultad inherente a la Presidencia de la República y la brecha con respecto a sus expectativas:
"Es un lugar común, recientemente reconocido por el presidente Obama, que nada prepara a una persona para ser presidente de un país. Y es menos reconocido que esa verdad es particularmente cierta cuando se aplica a la presidencia de Colombia. Como dijo el mismo Barco, "infortunadamente la Presidencia de la República no se recibe con beneficio de inventario”.
La opinión pública colombiana es casi siempre muy crítica con el gobernante y del gobierno de turno, y frecuentemente poco o nada consciente de estas limitaciones; por lo menos, la opinión en los medios e incluso en la academia es muy parca en sugerir cómo superarlas. La capacidad del gobierno colombiano ha sido, y es, muy desigual. Como sabe por su propia experiencia cada ciudadano, hay partes que funcionan, partes que funcionan a medias y partes que no funcionan para nada; pero poca gente traduce esa sabiduría en sus juicios sobre los gobiernos".
En el segundo año de la pandemia se mostraron en bandeja de plata las virtudes y limitaciones que tiene el estado colombiano; el plan de vacunación, que tanto se demoró en despegar por escasez en la oferta, acabó por desplegarse de forma exitosa desde mayo en adelante. Actualmente, Colombia ya ofrece la dosis de refuerzo a todos sus ciudadanos mayores de 18 años y exige carné de vacunación. El gobierno no ceja en el empeño de llegar a la inmunidad de rebaño a pesar de la desigualdad en el acceso en ciertos territorios nacionales y el escepticismo de una parte de la población.
Otro gran éxito en el 2021 fue el anuncio y la puesta en práctica del “Estatuto de Protección al Migrante”, el cual normaliza la situación de casi dos millones de venezolanos en Colombia durante diez años. Un hito en la región y que no deja de representar un reto logístico.
Queda pendiente que se consiga aumentar las cifras de inmigrantes en trabajos formales, reducir la desnutrición infantil en esta población, y mantener el coto a discursos xenofóbicos. A casi un año de la decisión, sorprende que no se hable más del tema (¿aunque quizá sea bueno para evitar que se politice en exceso?) y que haya sido una medida tan arriesgada por parte de Iván Duque; puesto que los sentimientos antinmigración son fuertes en Colombia. A falta de sorpresas, parece que ese ha sido el último pistón de su capital político.
Pero, si de “institucionalidad” se trata, la crisis de seguridad del “paro nacional” en ciudades como Cali, Pereira y Bogotá ilustra la fragilidad del estado de derecho -incluso en las zonas urbanas-; un fenómeno visto en su mayoría en regiones de difícil acceso, afectadas por el conflicto, y en donde el equilibrio político se encuentra a favor de grupos armados y mafias. Entre las protestas sociales de finales de 2019 y las de 2021 ha habido una diferencia de fondo y de magnitud, enseñando una elipsis inquietante sobre la situación del país.
En noviembre de 2019 las protestas tuvieron un apoyo mucho más perdurable, y la muerte a manos del escuadrón antidisturbios del joven Dylan Cruz se convirtió en un símbolo en contra del abuso policial. A pesar de los entonces inusuales “toques de queda”, las escenas de ladrones entrando a barrios residenciales en ciudades como Cali y Bogotá sembraron el pánico en aquellas noches, y mostraron el peligro de una explosión del “vigilantismo”.
En 2021 todo lo anterior se magnificó: incluso los grandes partidos como el Liberal se sumaron en abril a la oposición a la reforma tributaria y las demostraciones masivas. El “autoritarismo en la seguridad” llevó a la muerte de 63 ciudadanos por parte de fuerzas estatales y la represión de forma violenta de la protesta social. La perturbación en el orden público llegó a durar hasta más de 50 días, como si fuera una sublimación de todos los fenómenos de patología social de Colombia. Lo ocurrido alteró profundamente a una ciudadanía que suele mostrar una indiferencia de acero ante la tragedia; tras décadas de escuchar noticias sobre masacres, secuestros, carrosbomba y desplazados.
Grupos de civiles se tomaron el poder de facto en varias zonas urbanas y rurales a través de bloqueos, hasta el punto de decidir quien pasaba y quien no en las calles y las carreteras. El caos sembrado destruyó todo tipo de obras públicas, transporte y comercios, y el “vigilantismo” evolucionó sin pudor alguno hasta llegar a escenas de combate urbano.
El desabastecimiento de alimentos y medicinas, en medio de la peor ola de Covid-19, llevó a que ciudades como Cali y Pereira estuvieran al límite. Dejando las imágenes de mayor desgobierno urbano vistas en Colombia desde “El Bogotazo” de 1948. Las cicatrices y escenas del “paro nacional” siguen siendo procesadas; como quien vive sobre una falla tectónica, y sabe que tras el último temblor no basta sino echar la cuenta atrás hasta el día en que vuelvan a romperse las ventanas. Deshojando la margarita de la desesperanza, pues reconoce que el vidrio no aguantará mucho.
“Bien vale una misa”
Hoy en Colombia existen varios polos de violencia urbana y rural, donde no se consigue evitar que la sangre joven se derrame sobre odres viejos. Ese es el caso de los múltiples atentados en la ciudad de Cúcuta y la guerra binacional entre las disidencias de las FARC, el ELN y la “Segunda Marquetalia” por el control de las rutas del narcotráfico en la frontera colombo-venezolana.
Esta es también la situación en casi todo el Pacífico colombiano y en departamentos del Caribe como Córdoba, que vivieron en 2021 varios episodios de una preocupante “gobernanza paramilitar”. Asimismo, los asesinatos de líderes sociales por parte de grupos armados y mafias siguen sin detenerse, seguidos de masacres a civiles para intimidar a la población y enseñar el tenebroso poder de los fusiles. A pesar de tener una sobredosis de fatalismo en sus cálculos, no erran en su intución quienes denuncian que Colombia se dirige a caminos que recuerdan a los dolorosos años 90.
Las nuevas estructuras de los grupos armados -horizontales y atomizadas-, impiden que la lucha en contra tenga fuertes efectos desarticuladores. Más allá de la captura del criminal más buscado de Colombia, Alias Otoniel, jefe del “Clan del Golfo”, y la muerte de excabecillas de las FARC como Santrich, “El Paisa” y “Romaña” en combates intestinos, el gobierno de Iván Duque -y el siguiente- se enfrentan a una nuevo “estatus quo” violento en múltiples regiones.
No vale tener esperanza en un cambio positivo en la seguridad del país si no se proponen soluciones estructurales, las cuales requieren el apoyo de una futura mayoría política estable. Lo que será difícil de alcanzar sin el apoyo de las fuerzas parlamentarias que se apoyan en maquinarias. “La seguridad bien vale una misa” podría decir el próximo presidente -parafraseando la famosa frase de conversión al catolicismo del rey francés Enrique IV-, si no cuenta con los votos necesarios y se ve en la coyuntura de decidir a quien le pone las velas y cómo reparte las ofrendas.
El fracaso en materia de seguridad, o más bien, la imposibilidad de revertir la tendencia violenta que ya venía en auge desde el gobierno de Juan Manuel Santos, es sin duda la gran promesa incumplida del “uribismo” tras su regreso al poder. Nos enseña la incapacidad del gobierno central para traducir en resultados el mandato popular que se le otorga en esta materia, y cuyas ramificaciones vemos también en los casos de inseguridad urbana en las principales ciudades del país. El “paro nacional” ilustró, con sus imágenes de caos y abuso policial, que hay enclaves de autoritarismo y anarquía dentro de la sociedad que no se han conseguido cerrar desde las instituciones.
Sobre las mismas instituciones pesa una enseñanza crucial del 2021: la fuerza de los poderes unilaterales de veto. Tanto la fallida reforma tributaria del exministro Alberto Carrasquilla como las frustraciones de la alcaldesa de Bogotá, Claudia López, ilustran la complejidad de la economía política colombiana. “Gobernar o conversar” solía ser un mantra de la derecha, según el cual la conciliación lleva a la derrota y es necesario imponer las políticas partidistas con convicción. Dilema que volvió a observarse con la “apertura” que tuvo Iván Duque hacia diferentes sectores en mayo y junio, tras perder el control político con el que calmar la convulsión nacional de entonces.
Sin embargo, este mantra de la derecha (y en un futuro la izquierda) se aplica ante nada a las políticas de mayor ambición, puesto que se teme que la “conversación” parlamentaria acabe por diezmarlas. El error radica en que se subestima la caja de truenos que pueden desatar quienes se consideran excluidos de las negociaciones, y peor aún si son partidos tradicionales.
Es ahí cuando salen toda clase de resortes: demandas a la ley, aplazar los debates, romper el quórum, denunciar favoritismos y tratos bajo mesa, y gritar a los cuatro vientos sobre el apocalipsis que se avecina si se aprueba dicha reforma. Siendo la opción nuclear el convocar manifestaciones en contra. Porque luego se sale de madre y “oye, no estábamos para tanto”.
A fin de cuentas, quedan dos recursos por parte del mandatario que se vea en un duelo a primera sangre y tenga que de elegir “armas y padrino”: el incrementalismo o el decreto. Lo primero es incumplir las altas expectativas depositadas por el electorado, para poder al menos conseguir un resultado que mostrar y no irse con las manos vacías. Y así, paso a paso, completar un “mosaico reformista” en un periodo de veinte años y varios presidentes.
Esto es lo que se ha hecho en Colombia con el sistema impositivo, que necesita de profundas remodelaciones que cuestan demasiado políticamente; por lo que se decide “de facto” lograr el objetivo con una nueva ley al respecto cada 18 meses. En otras palabras: comprar el sueño mojado de los economistas colombianos, “la reforma tributaria estructural”, en 36 módicas cuotas. Con lo segundo, el decreto, el gobernante acaba por quemar los puentes con la oposición (que quizá era el resultado que querían al obstruir) y decide construir las soluciones sobre la arena cerca a las olas. Apostando a que el siguiente en el cargo sea de la misma corriente ideológica, o “casa política”, para mantenerlas con vida y permitir que logren su cometido.
“Quería a Colombia porque no le gustaba”
En próximas entregas trataré ciertos fenómenos políticos que en esta ocasión he soslayado (Rodolfo Hernández), discusiones bizantinas (“¿es Colombia una democracia?”), conjeturas sobre el futuro del Congreso y otros temas que, en el calor de la contienda electoral, acaban eclipsados. Pero no quisiera bajar el telón sin analizar el nerviosismo que rodea a las elecciones presidenciales de 2022, puesto que pervive en el ambiente político la noción de que si gana Gustavo Petro: “el país se irá al carajo”.
En 2018, la angustia se vivía con mayor intensidad entre quienes tenían, “al menos”, un grado de simpatía con las banderas del impopular gobierno de Juan Manuel Santos (2010-2018), puesto que no había un candidato fuerte que representara un continuismo o una versión baja en grasas. Esto se traducía en una dispersión del electorado de centroderecha y centroizquierda; entre quienes tenían más temor a la izquierda en el poder que a una fuerte garantía de la paz, y viceversa. Lo que, a la hora de la verdad, representó la diferencia de dos millones entre Duque y Petro en segunda vuelta. Devolviendo al “uribismo” a la Casa de Nariño tras casi ocho años en la oposición.
En 2014, la discusión electoral se enconaba con respecto a la paz y no tanto en materia de ideología, por lo que era factible que la coalición de partidos tradicionales del presidente Juan Manuel Santos consiguiera apoyos transversales, y usara su chequera con generosidad tras perder la primera vuelta ante Óscar Iván Zuluaga y con ello ganar la reelección. La cual sería última en la historia del país, puesto que en 2015 una nueva ley la prohibió. Esta había sido una de las promesas de campaña de Santos dadas las distorsiones que la reeleción había generado en el sistema político desde 2006. ¿No es curiosa la economía política colombiana?
En 2010, el mejor activo político era ser fiel a los ocho años en el poder del popular Álvaro Uribe; por eso se hablaba de “prosperidad democrática”, como la prolongación de su legado, y eran sutiles las diferencias entre Juan Manuel Santos, Noemí Sanín y Germán Vargas Lleras. Cada quien con una larga trayectoria política y posiciones de alto prestigio, siendo afines al “uribismo” -pero según de qué versión les hablaran-.
Santos -quien fue un popular Ministro de Defensa entre 2006 y 2008- se había mantenido leal, frente a la opinión pública, a la mayoría de posiciones del gobierno, mientras Sanín y Vargas Lleras sí presentaron críticas a la polémica idea de Uribe de un tercer mandato durante 2010 y 2014. En septiembre del 2009 el Congreso aprobó el referéndum promovido por Eduardo Maya y Armando Benedetti (sí, el mismo) con el que los ciudadanos decidirían si permitirían o no la posibilidad de una segunda reelección presidencial consecutiva; dadas las casi cuatro millones de firmas que obtuvo la iniciativa en las calles, y la estratosférica popularidad del mandatario, el resultado probablemente hubiera sido a su favor.
Finalmente dicho reférendum fue eliminado por la Corte Constitucional a principios de 2010 -a solo semanas de producirse-, en la que probablemente ha sido la decisión más importante de sus 30 años de historia. La sentencia mostró la fortaleza institucional de la democracia colombiana en la hora de su mayor amenaza desde el poder ejecutivo. Otros países latinoamericanos necesitaron de una templanza semejante por parte de sus Cortes en los momentos más críticos y no la obtuvieron. Dando carta blanca a reeleciones indefinidas que alteraron gravemente sus sistemas políticos.
En uno de los puntos la sentencia dice:
“Respecto de la Ley 1354, encontró la Corte que desconoce ejes estructurales de la Constitución, como el principio de separación de poderes, el sistema de pesos y contrapesos, la regla de alternación y periodos preestablecidos, el derecho de igualdad y el carácter general y abstracto de las leyes".
A lo que el entonces presidente Uribe respondió con una declaración desde Barranquilla en la que invitaba a acatar la sentencia:
"El Estado de Opinión es una expresión del Estado de Derecho. No es una oposición al Estado de Derecho. La participación de los ciudadanos no puede ser contraria a la ley. No puede ser contraria a la Constitución (…) Bienvenida siempre la participación con acatamiento a la Constitución, a las normas legales y con sometimientos a las sentencias de las instituciones del Estado de Derecho, competentes para ser guardianes de la Constitución y de la ley".
(Estos dos comentarios dicen más de lo que pareciera sobre el carácter de las instituciones colombianas. Y valdrá la pena discutirlo en otra entrega.)
En oposición al modelo de gobierno “uribista” se encontraban el profesor universitario de centroizquierda Antanas Mockus, dos veces exalcalde de Bogotá (1994-1997, 2001-2004), y Gustavo Petro, por entonces un célebre senador de izquierda y exguerrillero del M-19 que hizo valientes acusaciones sobre el paramilitarismo de extrema derecha en el Congreso; poco después, en 2011, ganaría la alcaldía de Bogotá (2012-2016). Donde granjeó fuertes enemigos y nuevos apoyos, a la vez de obtener tal grado de notoriedad nacional que pronto serían pocos quienes no tuvieran una opinión -positiva o negativa- sobre su figura. Al igual que sucedió con AMLO en México tras gobernar el Distrito Federal entre el 2000 y 2005, lo que le catapultó a buscar la presidencia en 2006, 2012 y triunfar en 2018.
Entre los dos candidatos “anti-uribistas” fue Antanas Mockus quien despertó mayor entusiasmo (“la ola verde”), hasta llegar al empate técnico con el entonces oficialista Juan Manuel Santos en las encuestas; pero una serie de graves errores de estrategia mermaron su imagen y sembraron la desconfianza. Su derrota en segunda vuelta fue estruendosa, instancia a la que no se llegaba desde 1998 y que se estrenó en 1994.
Haciendo esta simple retrospectiva nos encontramos con que “las decisiones difíciles en segunda vuelta” no han sido una costumbre sino hasta hace poco. Porque, a pesar de los aspavientos de la derecha en 2010 y 2014, los dos principales candidatos “de antes” no significan una ruptura con los fundamentos politico-económicos del sistema colombiano. La izquierda entra por primera vez a una segunda vuelta en 2018, y en 2022 demostrará que no renunciará fácilmente a ese logro histórico y -con justa razón-, no planea que ese sea su techo.
Empero, ¿realmente es válido el nerviosismo? ¿No será que falta ver más allá de Trump y Venezuela para pensar en cómo gobierna la izquierda o cuáles son los rasgos particulares de nuestra derecha? Ni siquiera. Hay, al mismo tiempo, una infravaloración sobre las capacidades del estado colombiano construidas a lo largo de los años y una expectativa exagerada sobre sus posibilidades de cambio veloz. Obtener mayores nociones sobre las dinámicas gubernamentales en Colombia nutriría un sano esceptiscismo al hablar de escenarios hipotéticos.
Por otra parte, el nerviosismo hacia una victoria de la izquierda se alimenta de la baja calidad del debate público, puesto que en la “imaginación colectiva” han predominado históricamente temas delgados como la paz y la corrupción -en los que los matices ideológicos son escasos- y el fantasma del “Socialismo del Siglo XXI” tiene una sombra alargada.
Con respecto a la corrupción, este tema es el aliciente para un jardín de propuestas demagógicas que eclipsa otros asuntos, irrita profundamente, y reduce el interés del electorado. “Todos son iguales”, “qué manada de corruptos”. Por mucho que estos sean sentimientos legítimos, la exasperación no deja de ser equivalente a un letargo intelectual, a tirar la toalla y rehusarse a ir más allá en las críticas cínicas hacia la política. La corrupción lleva a votar más por cuestiones morales (“quien nos inspira más confianza”) que programáticas (“que piensa hacer el presidente”), lo que a la larga lleva a un electorado voluble y confuso sobre qué exactamente defienden los políticos de turno.
Es tal el grado de descontento, que acabamos por obviar debates entorno al mercado laboral, a la seguridad, a la pobreza, la desigualdad, y la justicia. Pero en esta campaña del 2022, en medio de las denuncias usuales de “populismo” y “neoliberalismo”, ha habido un nuevo espacio para las propuestas de corte social. Ya que nos encontramos en la recuperación de la segunda recesión colombiana en ochenta años y cada vez más lejos de la firma del acuerdo de paz de la Habana en 2016.
Por eso mismo, con la conformación de tres bloques ideológicos en un futuro, será más sencillo posicionarnos con respecto a propuestas de política pública y que el debate público gire entorno al eje “izquierda-derecha” como sucede en muchos paises; permitiendo mayor claridad y consistencia en el electorado. Entendiendo, de paso, cómo gobiernan unos u otros. Sin basarnos solo en los rasgos de los casos más extremos en el exterior.
Por ejemplo, si hay algo positivo del bipartidismo norteamericano es que existe un “universo de ideas” (policies); y, por mucho que estas sean volátiles y dependan de la favorabilidad del líder para que cobren notoriedad, esta dinámica permite tener herramientas con las que saber lo que queremos con mayor precisión.
El precio que pagar por un debate que se centre más en las políticas públicas que en la paz y la corrupción es el de tener mayor ruido. Porque hay que sacrificar tiempo en entender mejor las soluciones y forjar unos argumentos con los cuales defender propuestas complejas; ante las que hay más de una o dos fórmulas en el recetario.
Así en Colombia, y en cualquier parte, la política parezca destinada a ser cada vez más pueril que sutil, nos aproximamos a un debate en el que más temas llegan a la luz pública y exigimos nuevas respuestas. A la vez, no se debe nombrar “polarización” a lo que no es más que uno de los rasgos característicos de una sociedad democrática. Sí, hay anomalías, discursos fuera de tono y tóxicos, pero la discrepancia no es transgresión. Es aprender a vivir en desacuerdo, sin creer que estamos condenados a repetir la violencia partidista de mediados del Siglo XX o que la unanimidad sería deseable.
Por último, “cambiar a Colombia” es una quimera muy alta en el corto plazo. Tiene que surgir una implausible conjunción de astros para lograrlo. Y, aún así, hemos de conformarnos con lograr “un mejor equilibrio” al que tenemos hoy. No: “el mejor equilibrio”. Puesto que existen múltiples vetos unilaterales e intereses en contra de alterar el estatus quo, y dentro de ese grupo de “inmovilistas” no hay dos que realmente se parezcan. Por lo que la conformación de “coaliciones de cambio” entre el presidente, los partidos políticos, los gremios empresariales, los medios, los sindicatos y, de nuevo, la industria del humor, se convierte en un ajedrez de cuatro pisos. Susceptible al menor cambio en las fuerzas que cada quien posea, por lo que hay que con pies de plomo.
La enorme complejidad que implica reformar a Colombia, incluso durante etapas de amplio apoyo popular -el comienzo de César Gaviria y Juan Manuel Santos, o los años de Álvaro Uribe-, es a la vez su lastre y su salvaguarda. Podremos tener un presidente ilustrado en la Casa de Nariño y aun así -para nuestra tristeza-, no conseguirá todo lo que se propone. Podremos tener a un presidente inepto en la Casa de Nariño, y aún así -para nuestro alivio-, no conseguirá todo lo que anhele. Habrá éxitos para sus partidarios, y también para sus opositores.
Colombia ha conseguido superar desafíos inmensos, años en los que no nos alejamos mucho de ser un estado fallido (1989, 2001). La resiliencia es una de sus marcas. “La nación a pesar de sí misma” que diría el historiador David Bushnell. Llegue quien llegue a tener la banda presidencial en agosto del 2022, tendrá que seguir vivendo bajo la contradicción permanente que cargan sus compatriotas y que moldea sus aspiraciones de progreso.
Juan Esteban Constaín ilustró esa “paradoja” en la biografía que escribió sobre el líder conservador Álvaro Gómez Hurtado:
“Decía que quería a Colombia porque no le gustaba: su crítica, a su manera, era un acto de amor: la obsesión por buscar el cambio de lo que hay para que pudiera mejorar; su vieja actitud insatisfecha desde niño, desde que había vuelto a Bogotá de Buenos Aires (…) y decía que la política tenía que ser un actor de insubordinación contra la miseria y la vida en obra negra del subdesarrollo”.
Queremos a Colombia porque no nos gusta. La infatigable ilusión en medio de la perenne decepción. Vemos lo que hace falta, lo que nos duele, lo que no puede seguir como está. Por esa misma razón importa discutir de política sin tirar de razones cínicas o dibujando escenas de pánico. Para detenerse a pensar el país a fondo y no empacarlo en la maleta de emergencia. Para estudiarlo, trazarlo en nuestras ideas. “Tenerlo en la cabeza”.
En el 2021, en el 2022, y en adelante.
Hmmm