“Partir es siempre partirse en dos”
Cristina Peri Rossi
Es la hora de enterrar este infausto “veinte-veinte”, el año de la visión perfecta que terminó por ser un perro rabioso que nos mordió a todos. Antes de proseguir con este sepelio que no podrá desembocar (aún) en fiesta, quisiera compartir tres reflexiones: sobre la consciencia, el progreso y la memoria. Prometo no caer en moralismos absurdos ni forzar fábulas infantiles donde no las hay. Pero, para tratar este año sin comparación reciente y cernirlo, no hay hipérbole ni prodigio que valga. Pues más de una vez costó aferrarse a la razón, como el naúfrago en potencia que abraza el mástil de la nave que se desgarra y busca enderezar su suerte.
“La Humanidad”, marca registrada. Todos los hemos escuchado. Son aquellos relatos que se refieren a “la Humanidad” como protagonista ante la crisis de la pandemia y siempre merecedora de castigos divinos. Grandes éxitos como: “la humanidad estaba enferma y era hora de despertar” o “nosotros somos el virus y la tierra está sanando”. Me explico antes de que el lector salga espantado con la mención de estas sandeces. Hasta la llegada de la pandemia, se acostumbraba demoninar a ciertos hechos que marcaban a una región con el sello de “tendencia global”. Por mencionar algunos ejemplos: el terrorismo post-11 de septiembre, el auge de los populismos o las protestas sociales que derrocaron gobiernos. Manía que no se ha perdido del todo; como se pudo observar con los incidentes raciales en Estados Unidos tras la muerte de George Floyd, y las réplicas acontecidas en ciertos países.
La gravedad de estas etiquetas radica, no obstante, en aplicar las mismas hipótesis a cada caso; duplicar -y sin pensarlo dos veces- discursos ajenos a circunstancias locales. Es por eso mismo que aquella necesidad de encontrar tendencias demasiado internacionales termina por ser un traje al que se le notan las costuras. Un clásico es el del populismo, que se convertió en cajón de sastre para todo tipo de figuras. Sin embargo, no es lo mismo Andrés Manuel López Obrador en México que Matteo Salvini en Italia o Narendra Modi en India. Características regionales sí hay, pero tampoco hay una internacional populista con estatutos en común.
Aún así, con el Covid-19 vivimos -especialmente en marzo- una auténtica tendencia global. Aquello que soñaban los escritores de ciencia ficción como Arthur C. Clarke ante un contacto extraterrestre: que los seres humanos, al vivir un evento en simultáneo y que implicara a cada uno, reconocieran que habitaban el mismo planeta. Ese “pálido punto azul” que de forma poética describía Carl Sagan. Una consciencia, por accidente, de ser la misma especie.
Con la pandemia había una amenaza en común ante la biología que compartimos, por mucho que las estrategias para combatirla variaran. En efecto, de aquellos simples relatos a los que les sobran moralejas baratas, quedaba la certeza de que al hablar de “la Humanidad” esta vez sí se refería realmente a todos. No solo a Norteamérica o Europa, ni a una visión parroquial de la humanidad -que tanto se confunde con su hermana, “La Sociedad”-. Pues en cada región había, tarde que temprano, un epicentro del desastre. Un conocido que contrajo el vírus, una víctima. Una cara que conocíamos.
¿Cuánto quedará de aquel sentimiento de “la Humanidad” con mayúscula y marca registrada? ¿Servirá para, entre otros, darle un mayor ímpetu a la lucha contra el calentamiento global?
El fantasma del progreso. Es ya un lugar común recordar los años noventa como una época feliz. El final de la guerra fría y el auge de internet. El progreso como una promesa cumplida, un proceso lineal de constante mejoría donde hasta el tiempo estaba de nuestro lado. A su vez, fue el albor de nuevas democracias en diferentes regiones como América Latina o Europa del Este. De nuevo, el editorial optimista se resquebraja al recordar casos amargos como el de la Rusia de Yeltsin, la disolución de Yugoslavia o la crisis financiera del sudeste asiático (y sus consecuencias en los mercados emergentes).
Tras el 11 de septiembre del 2001 y la crisis económica del 2008, el balance del progreso es mucho más ambiguo en la memoria colectiva. Para cada momento de relativa estabilidad ha habido un claro “pero”, cada logro ha tenido una contraparte gris, un lunar. Los tesis de Steven Pinker, defendiendo que estábamos mejor que nunca en diferentes indicadores, eran recibidos con escépticismo por algunos sectores. No era para menos, en el Siglo XXI han abundado los desenlaces agridulces o inesperados.
Sin embargo, la pandemia podría conducir a la idealización de un periodo tan controvertido como los “dos-mil-diez”. Sí, ese mismo. Look at him now. El que hasta ayer criticábamos, pero que hoy se entremezcla con la afectación que nos producen las fotos del diciembre pasado. Ese barniz de romanticismo, el “éramos felices, pero no lo sabíamos”. En este caso no sería tanto por mérito propio de la década pasada; sino por significar, de casualidad, un “fin de ciclo”. Es el cierre de una etapa de inocencia biológica (y sociológica). Semejante, más no igual, a lo que fue la invención de la bomba atómica y descubrir las llaves de nuestra de autodestrucción. Ejemplos nimios: ¿quién pensaba en una enfermedad respiratoria al encontrarse en una aglomeración? ¿Al rotar una botella en una fiesta? ¿Al estornudar en un salón de clases o un avión? Hoy son actos que generan pavor.
Ante la llegada de las vacunas se augura un desenfreno equiparable a los “felices años veinte”. Pero la pandemia ha significado un antes y un después que persistirá. Estará allí la sensación de que los rituales sociales a los que estábamos acostumbrados son frágiles, la frustración muda del año que pasamos trabajando desde nuestras casas, y ese miedo constante que daban las actividades antes usuales. Hasta que cierren las heridas, la concepción del progreso como un proceso lineal será vista como temeraria. Esa idea cíclica, que ronda a ciertas generaciones afortunadas y placidas; como se encuentra al leer un editorial del periódico americano The Evening News a comienzos de 1914. Ese volcán a punto de estallar que se tragaría a Europa por cuatro años.
“No ha habido tantos años en los que augurios de un buen año fueran tan brillantes como este”.
En el 2020, y en cuestión de días, se derrumbó lo construido por décadas en áreas como la lucha contra la pobreza y el hambre, el incremento en la escolaridad y la vacunación ante ciertas enfermedades. Entre las principales preocupaciones está que aquellos retrocesos queden pronto olvidados frente a “la recuperación” que tendrán otros indicadores más llamativos. De tal forma que se demore más reconstruir lo perdido. Es así como una crisis particular se alarga hasta convertirse en permanente, lo que las organizaciones humanitarias titulan una “protacted crisis”. El fantasma del progreso; pues se siente el pinchazo de la vacuna en el brazo sin volver ver la mano del estado.
El futuro que no tuvimos y el pasado que vivimos. El escritor español Ramón González Férriz hace poco publicó una columna titulada “Por qué el pasado tiene un gran futuro”, sobre la nostalgia que despertaba la era pre-Covid. Allí compartía una idea antigua, pero que cobró relevancia este año: gastar más dinero en experiencias que en bienes y posesiones.
“Sabemos que el presente será pasado. Sabemos que volveremos a él. Pero sin la pandemia, y la desconexión de los amigos y familiares que esta ha supuesto, nunca habríamos pensado que un presente tan poco atractivo nos iba a hacer regresar tanto a él. (…) En este año en que todo ha sido tan difícil, incluso para quienes —de momento—hemos tenido suerte, he pensado mucho en el placer, sobre todo en esas cosas que siguen dándolo mucho tiempo después de que las descubriéramos o viviéramos.”
A la hora de tener que vivir de los recuerdos, como sucedió durante los “días de la marmota” de las cuarentenas, las experiencias en las que habíamos invertido se conviertieron en un salvavidas, mientras los bienes se mantuvieron como simples instrumentos. En otras palabras, el pasado debe de cuidarse, pues es lo que nos rescatará en el futuro. En especial cuando el presente se convierte en un duelo que llega por oleadas intermitentes, en postales repentinas que nos alarman: un cine vacío un viernes por la noche, el silencio por las calles que solían ser una fiesta, el restaurante atiborrado que ahora está abandonado.
De la vida recordamos fotografías, momentos puntuales. Habitamos en aquellos fragmentos que sobreviven al olvido, no en los días de rutina que poblaron nuestro tiempo. Entonces, sí en el 2020 nos refugiamos más que nunca en las instantáneas del pasado y los rincones de nuestro hogar, ¿cómo es que recordaremos este año que termina? ¿qué escenas vendrán a la mente por encima de telón de fondo de la cuarentena? Al empezar la pandemia afloraron los diarios de pandemia. Escribir lo que era aquella experiencia histórica… hasta que la urgencia se agotó. Llegó el aburrimiento, la monotonía, la condición sedentaria. A menos de que el pulso fuera firme, el diario pronto moría o sufría largas elipsis.
La pandemia queda entonces a merced de nuestra miopía. No nacerá una nueva camada de Funes memoriosos. Aquel personaje de Borges que recordaba con precisión quirúrgica cada hecho de su vida, hasta convertirse en un tormento, pues no le dejaba espacio para el pensamiento. Solo almacenaba detalles. Para evitar aquella tortura nos inventamos métodos con los que recordar solo algunos hechos de cada año. Hay campeonatos, ceremonias de premios o elecciones que borraron cumpleaños enteros.
Este 2020, que cargaremos como una cicatriz, será más bien el de las llamadas de Zoom, la mala señal de internet, la imagen pixelada, el “¿me escuchan?”. Una mancha imborrable sin demasiados contornos. Pero, por eso mismo, será lo que cada uno quiera ver en ella. Un año maldito, único, tormentoso, especial, doloroso o histórico. Pocos preguntarán, “¿qué hacías en el 2013?”, pero sí se dirá: “¿dónde estabas en el 2020?”.
Las canciones de año nuevo tienen una melancolía particular. Lucen con orgullo una esperanza vana, y hasta hace poco, un espíritu de sorpresa que ya nadie quiere. Hoy las peticiones son concretas. El 2021 pareciera tener la tarea -qué digo: la obligación- de devolvernos lo que soñábamos tras la nochevieja pasada; resarcir las frustraciones y ahogar las penas, pero sabemos que empezará como un día más de la pandemia. El 2020 seguirá allí. Porque en esa cifra redonda se conjugarán toda clase de decepciones hasta que ya no nos invadan más. Un lugar común en el que depositar las culpas. Un punto de partida y no de salida. Pues algo de nosotros ha quedado siempre partido, enterrado vivo en el futuro que no tuvimos.
Al final de la película “Días de Radio” de Woody Allen, dos personajes conversan en una azotea de Manhattan tras las celebraciones de nochevieja. Empieza 1944 y faltan casi veinte meses para que termine la Segunda Guerra Mundial. Sus inquietudes son un consuelo y una certeza; sabemos cómo se resolvió aquel año y lo que les esperaba, pero la cuestión de fondo sigue siendo la misma.
Roger: Espero que 1944 salga bien. Se van tan rápido. ¿A dónde se van?
Biff Baxter: Tan rápido. Entonces nos hacemos viejos. Y nunca supimos de que se trataba nada.