1976 o cómo enseñarle al Presidente Ford a ser candidato a presidente (III)
Tercera parte de cinco
“Te dije que tendríamos una multitud”
Encuesta de Harris para CBS, cuatro meses antes de las elecciones. Fuente: Steve Kornacki.
Si Gerald Ford llegó a la presidencia en agosto de 1974 prometiéndole al país que “la pesadilla nacional” había terminado, su pesadilla propia no acabaría hasta que viera a Ronald Reagan derrotado. Una vez el actor fuera de escena, podría enfocarse en ser un candidato-a-presidente de tiempo completo. Para ello, tenía que elegir a su vicepresidente y lanzarse a por Jimmy Carter, quien le llevaba una diferencia de más de treinta puntos.
A la hora de elegir coequipero, no tuvo sino dos principios en mente: el de la unidad partidista y el de la compasión. Para lo primero, decidió tener el beneplácito de Reagan, y tras consultarlo con varios asesores, eligió al senador Bob Dole de Kansas. Dole era un político joven, con más de 16 años en el congreso y que conocía a la perfección todas las facciones del partido republicano por su tiempo como secretario nacional. Pero, Ford no podía sino sentir compasión por quien tuviera que ser vicepresidente, pues es él mismo conocía el verdadero fastidio que podía implicar el trabajo. Sin más, llegó a afirmar que aquellos 9 meses defendiendo a Nixon fueron “el peor tiempo de su vida”, y estamos hablando de alguien que prestó servicio en el Pacífico en 1944.
Así que, conociendo el tedio de vivir bajo la sombra del presidente, Ford decide regalarle a Bob Dole la primera parada de su campaña como candidato del partido. ¿Dónde? En su pueblo natal de Russell, Kansas. Un gesto de aprecio que deja atónitos a su jefe de gabinete, Dick Cheney, y al gerente de la campaña, James Baker III. ¿Pues quién va a querer perder un día de su vida por ir hasta Russell, Kansas, para ver a Gerald Ford?
Cheney y Baker temen seguir dándole material a Saturday Night Live con la imagen del presidente hablando solo ante unas escasas familias de granjeros. Por lo que mueven cielo y tierra para conseguir publicidad, piden a contactos suyos que, por el amor de Dios, decidan ir hasta aquel pueblo perdido. Ford, con una tranquilidad de falso mesías, les dice que no se preocupen, que “la gente llegará”. Cheney se despierta el día del mitin sudando frío, “si no aparecen al menos mil personas” … no quiere ni pensarlo. Sube con Ford al helicóptero, y cuando se acercan a Russell, no puede creer sus ojos: he allí una concentración enorme vitoreando al presidente y esperándole con júbilo.
-¿Ves Cheney? Te dije que tendríamos una multitud.
Los ojos están puestos en Jimmy Carter, y para vencer al candidato demócrata más inesperado en décadas, la campaña de Ford se tatúa la imagen de Harry Truman en el pecho. Hace casi treinta años, otro vicepresidente ignoto del Midwest había terminado como líder de la nación de manera imprevista. Franklin Roosevelt, el más importante presidente del siglo XX americano, había cedido a las presiones del partido a la hora de su tercera reelección (si, leyeron bien) y eligió a Truman como vicepresidente. Pero ni se hablaban.
Al morir Roosevelt en la primavera de 1944, Truman se convirtió en el encargado de, no solo terminar de ganar la guerra en Europa y el Pacífico, si no luego reconvertir a todo un ejército en obreros de fábrica y consumidores de lavadoras. Y casi fracasa en el intento. Por lo que en 1948, cuando quiere revalidar su mandato en las elecciones, todo el mundo pronostica una derrota ante el republicano Thomas Dewey. Pero el hijo de Missouri dio la mayor sorpresa electoral en la historia al ganarle. Incluso, ningún periódico tenía impresa de antemano la noticia de una victoria de Truman. Es esta historia del “underdog” la que tanto motiva a la campaña de Ford, y les invita a luchar hasta el final. Hacer propio el “Give 'em Hell, Harry!” que se gritaba en 1948. “Con todo y contra todos”.
Por lo que, en el discurso de aceptación de la nominación, el presidente lanza un dardo a Carter y lo reta a debatir en televisión. Sería el primer debate presidencial en 16 años.
“El adulterio del corazón”
La campaña de Carter no se quiere dejar confundir. Su círculo cercano lo conforman Hamilton Jordan, Jody Powell, Charles Kirlo y Pat Caddell. Le dicen al gobernador que aquella ventaja tan abrumadora es producto de la división de los republicanos, pero que tras la convención las encuestas volverán a un cauce más natural. Hay que cambiar de imagen. Ya no se trata de eliminar a demócratas, sino de hacer de la elección un referéndum sobre las administraciones republicanas de los últimos ocho años. Pero también, sacudir la imagen que Carter tiene de santurrón.
Jordan y Powell le toman el pulso a la modernidad americana cada vez que salen de fiesta al Studio 54 de Nueva York, y quieren más Jimmy y menos Carter: por lo que le dicen que acepte una extraña oferta que ha llegado para ser entrevistado por la revista pornográfica Playboy. Carter duda, pero también le gusta sentirse en sintonía con la juventud y la intelectualidad de izquierdas cada vez que menciona “a su amigo Hunter Thompson”, el desenfrenado periodista “gonzo”, o cuando cita a Bob Dylan en algún discurso. Así que acepta y el editor de la revista le acompaña por varios días. Le pregunta de lo divino y lo mundano: sobre el aborto, el golpe en Chile, o su propuesta de sanidad federal.
Entrevista de Jimmy Carter a Playboy, septiembre de 1976. Fuente: Playboy.
El editor quiere por fin resolver el enigma que vuela sobre Carter: “¿es acaso un conservador con piel de liberal?”. Dice que no aprueba el aborto, pero que defenderá lo estipulado por la Corte Suprema en Roe v. Wade. Dice un día en San Francisco que la homosexualidad es un pecado y, asimismo, defiende que los gays tienen los mismos derechos humanos que todos. Dice que quiere una sistema federal de salud, y a la vez, que desea una fuerte participación de los privados. Se nota la influencia de Pat Caddell, su asesor en encuestas: ser suficientemente vago como para no ser definido, y así no alienar ni a conservadores ni liberales, pero si demostrar carácter. Un modelo que repetiría luego Bill Clinton, el siguiente candidato del “sur profundo” en ser elegido presidente, y que Carter sintetiza al decir lo siguiente:
“On human rights, civil rights, environmental quality, I consider myself to be very liberal. On the management of government, on openness of government, on strengthening individual liberties and local levels of government, I consider myself a conservative. And I don’t see that the two attitudes are incompatible.”
Llega el final de la entrevista una mañana soleada en la sala de la casa de Carter, en su natal Plains, Georgia. Mientras se despiden unos de otros, y los asesores de Carter se dan un palmada en el hombro, el editor de Playboy le hace una última pregunta al candidato. De nuevo, toca el tema de la religión, pues los americanos se preguntan si Carter -un tipo que reza casi veinticinco veces al día- no estará dominado por la iglesia baptista. Los asesores de Carter se sonríen, es la misma pregunta que le hicieron a John F. Kennedy en octubre de 1960 sobre su catolicismo y su respuesta fue una defensa magistral de la separación iglesia-estado. Es un clásico que no deja de causar sensación.
Carter accede a responder, pero se infunde en una túnica de pastor y en vez de dar una respuesta telegráfica termina dando una homilía en la que de repente dice que “ha cometido adulterio en el corazón muchas veces” y prosigue en su letanía. Todos se miran extrañados. “¿Ha dicho lo que creemos que ha dicho? ¿alguno estaba prestando atención al resto?”. Se despide con una sonrisa socarrona el editor. Lo ha conseguido. Ha marcado de falta en el último minuto: tiene a Jimmy Carter en grabación diciendo que ha cometido adulterio. No importa si es una metáfora que nadie entenderá, y mucho menos si la entrevista entera habla de temas más importantes. Es noticia bomba.
Se le cae la aureola al santo. Jimmy Carter es humano, demasiado humano.
“Entonces, ¿qué es lo que va a decir señor presidente?”
Puntos clave de Gerald Ford ante un discurso de campaña, elaborado por sus asesores. Fuente: Gerald R. Ford Library.
Cheney y Baker se sonríen. Es el 23 de septiembre de 1976 y están en Filadelfia para el primer debate televisado desde aquel de Kennedy versus Nixon en 1960. Se sonríen porque a Jimmy Carter le ha pasado factura aquella metáfora sobre el adulterio que nadie entendió bien y que ha enardecido a evangélicos. “Volved a casa, al partido republicano”. Luego, cuando ya las cámaras están por rodar en el estudio, presienten cómo Ford sabrá aprovechar su altura y corpulencia de atleta ante un Carter flaco y de menor estatura. El tema de hoy es “asuntos domésticos” y creen que Ford se podrá mostrar presidencial, pues domina a la perfección los presupuestos. Podrá decirles a los americanos con pelos y señales todo lo que se han ahorrado en gastos inútiles y cómo ha reducido la inflación de un 11% a un 5,7%.
Carter le podrá golpear sobre el perdón a Nixon, pero él ya está preparado. Dirá que fue necesario para sanar y librar batallas más importantes. ¡Y funciona! Está ya por terminarse el debate de noventa minutos y Ford es el claro ganador. Pero, de repente, se va el sonido. Los 69 millones de americanos no entienden si es un problema con su televisor, “¿qué está pasando aquí?”. Se les informa a los candidatos y al público del auditorio que hay una falla técnica, que por favor esperen. Carter y Ford no saben qué hacer, “¿será que si nos movemos perdemos votos?”. Así que por timidez se deciden quedar quietos por… veintisiete minutos. Mientras, los millones de americanos se quedan viendo dos maniquíes en escena. Vuelve el sonido, dicen algunas palabras finales, y exhaustos, se despiden. La teleaudiencia ahora entiende por qué pasaron 16 años sin debates presidenciales y nunca se quejaron.
Jimmy Carter, con Rosalyn Carter en el fondo, y Gerald Ford tras el segundo debate presidencial, octubre de 1976. Fuente: AP.
Pero hay dos debates más agendados, e incluso uno vicepresidencial, pues los americanos quieren al menos saberse las caras de quién -por algún nuevo azar del destino- termine siendo su presidente. La campaña de Ford lo disfruta, pues tras la entrevista de Playboy y el primer debate, la brecha entre ambos candidatos se ha acortado. Así que se ambos contendientes se reencuentran en San Francisco para debatir sobre política exterior. Aquí Ford no tiene mucho que mostrar, así que sale a la defensiva. Le avisan que puede que le pregunten por la polémica “Doctrina Sonnenfeldt”, según la cual algunos funcionarios del Departamento de Estado afirman que Estados Unidos debe asumir que la URSS domina Europa del Este y solo habrá que esperar una “evolución orgánica” hacia la democracia. Por lo que si surge el tema, es mejor que niegue cualquier vínculo con aquella teoría.
Es así como pasada más de la mitad del debate, el periodista del New York Times y ex-corresponsal en Moscú, Max Frankel, le pregunta a Ford sobre su posición sobre Europa del Este. El presidente piensa que le están preguntando sobre la dichosa doctrina y seguro de sí mismo responde: “No hay dominación soviética sobre Europa del Este, ni la habrá bajo una administración Ford”. Frankel se queda atónito y se pregunta: “¿acabo de escuchar lo que acabo de escuchar?”. Por educación interroga de nuevo a Ford, y este no solo repite lo que dijo sino que ahora menciona directamente a Polonia, Yugoslavia y Rumanía.
Carter contraataca de manera feroz. Dice que la afirmación de Ford es una desgracia para los miles de polaco-americanos que han escapado con la llegada del Telón de Acero. Cheney, quien ve el debate desde las cámaras, no puede creérselo, y un periodista del Washington Post se le acerca y con sorna le pregunta:
-Oye Cheney, ¿me recuerdas por favor cuántas divisiones del Ejército Rojo están estacionadas hoy en Polonia?
James Baker, gerente de campaña, suspira. El presidente de Estados Unidos acaba de quedar, no solo como un inexperto, si no como un estúpido, en política exterior. Un regalo más para Saturday Night Live. Termina el debate y nadie sabe cómo decirle a Ford que ha metido la pata. ¡Puede ser a veces tan terco! Están en la limusina presidencial rumbo al hotel, y Henry Kissinger, el Secretario de Estado, lo llama. Cheney ruega para que Kissinger lo haga entrar en razón: es al final, el más respetado de todos los funcionarios. Pero Henry felicita al presidente y le dice que ha estado fantástico. Ford sonríe, enciende su pipa y se irá a dormir tranquilo. Sus asesores no saben qué hacer.
A la mañana siguiente, en el desayuno, le explican a Ford que es mejor que salga a rectificar. Pues es probable que el país no haya captado sus intenciones. Así que tras visitar varias ciudades del sur de California, el presidente decide aceptar preguntas de la prensa y dice: “Estados Unidos seguirá defiendo la libertad de Europa del Este ante la dominación soviética”. De nuevo llega un viento de alivio a Cheney y Baker, hasta que el Ford remata diciendo: “si la hubiera…”. A renglón seguido enfurecen de frustración. ¿Puede ser Ford tan terco? ¿O es en realidad estúpido?
Gerald Ford junto a Dick Cheney a bordo del avión presidencial, 1976. Fuente: Gerald R. Ford Library.
Vuelven a hablarle. “Señor presidente, por favor, rectifique de una vez por todas”. Pero no hay poder humano, Ford está ya harto. Le dicen de todas las maneras posibles que aquel error es un regalo demasiado grande para Jimmy Carter cuando ya le estaban recortando distancias. Tras varias idas y vueltas, y rodeados por el cuero de la limusina presidencial, lo convencen. Por lo que sus asesores le piden a la caravana frenar allí mismo y dirigirse hacia el autobús de los corresponsales. Cheney, temiendo la terquedad de Ford, le dice antes de que se baje de la limusina:
-Entonces, ¿qué es lo que va a decir, señor presidente?
Ford le apunta al pecho con el índice y le mira de manera intimidante.
-¡Que Polonia no está dominada por la Unión Soviética!-, y suelta una fuerte carcajada para señalar que le está gastando una broma.
Cheney se ríe de manera tímida. Ford sale ante la prensa y reconoce la gravedad de la situación en Europa del Este bajo el yugo soviético. Fin del asunto. Pero falta solo un mes y Ford sigue perdiendo el partido.
Un error más y no habrá forma de repetir la hazaña de Harry Truman. Así sea “con todo y contra todos”.