1976 o cómo enseñarle al Presidente Ford a ser candidato a presidente (I)
Primera parte de cinco
Jimmy Carter (izquierda) debatiendo contra Gerald Ford (derecha), otoño de 1976. Fuente: AP.
Hablar de la elección de 1976 es como desempolvar un viejo vinilo. Un acto que parece pertenecer o al más puro esnobismo o a esa inútil felicidad que entraña revivir el pasado a través de sus juguetes. Sea lo primero o lo segundo -en política americana reina el bipartidismo-, la elección de 1976 no deja de ser una de las más exóticas, divertidas y asombrosas de la historia de Estados Unidos. Esperen y vean: enfrentó a un presidente al que nadie había votado, y del que la mayoría del electorado no sabía de su existencia cuatro años antes, contra un político de Georgia del que se podría decir exactamente lo mismo, pero sin el accidente histórico de ser presidente. Solamente ese dato merece pagar la entrada.
También fue una elección en la que el segundo señor, el de Georgia, le llevaba casi cuarenta puntos de ventaja en las encuestas al presidente “accidental”, para luego terminar ganando por menos de diez mil votos en dos estados. Pasó de ser “la peor derrota en la historia” a la elección más cerrada en sesenta años. Ambos candidatos eran expertos en meter la pata y ser la pesadilla de cualquier jefe de campaña, siendo, sin embargo, el sueño dorado de los guionistas del recién creado “Saturday Night Live”.
Era la elección del bicentenario de Estados Unidos, lo que no es un hecho menor. En los doscientos años de la república se celebró con bombos y platillos la inmutable visión de los padres fundadores, asimismo inauguraron algunas nuevas tradiciones políticas. Fue la primera elección en las que las primarias jugaron el papel definitivo que hoy tienen, y la última en la que uno de los dos partidos llegó a una “convención abierta” para definir al candidato.
Fue incluso la única elección presidencial que ganaron los demócratas entre 1964 y 1992, y la que abrió la puerta a nueva hegemonía republicana de doce años, cuando los analistas mismos se preguntaban “si era este el fin del Grand Old Party”. Era la primera vez que los demócratas nominaban a un candidato del “sur profundo” desde 1848, y la última vez que un candidato ganó 27 estados sin cantar victoria. Pero, ante nada, fue la primera y -hasta ahora- última vez, en la que se tuvo que enseñar a un presidente a ser “candidato a presidente”.
Gerald Ford, el “Emperador Claudio” americano
Gerald Ford (izquierda) con el entonces candidato Richard Nixon (derecha), en la convención republicana de 1968. Fuente: AP.
Para empezar a hablar de Gerald Ford hay que terminar de hablar de Richard Nixon. Estamos en 1974 y Estados Unidos no ha tenido una crisis constitucional de estas proporciones desde la guerra civil. El presidente republicano al que todo el país reeligió con una estruendosa victoria dos años antes, ganando todos los estados menos Washington DC y Massachussets, está en la cuerda floja. Pero el país también, pues Richard Nixon (“Tricky Dick”) no parece querer caer solo. El presidente es conocido por su inteligencia y su increíble capacidad para resistir a toda costa. No por nada es el político que más ha escapado a la derrota definitiva, pero esta vez no hay escapatoria. Han caído todos sus hombres más cercanos, incluso el vicepresidente Spiro Agnew por un escándalo de corrupción en Maryland. El primero en la historia en renunciar.
Aquella asombrosa victoria de 1972, cuando la intelectualidad de izquierdas -por aquel entonces aún poderosa- le odiaba a toda costa, se ve hoy empañada por unos ladrones que decidieron entrar en la sede central de la campaña del candidato demócrata, George McGovern. Un hecho aislado, si no fuera porque aquellos ladrones estaban pagados por la oficina misma del presidente Nixon y este lo sabía. Es así como el segundo mandato de Nixon sería una carrera hacia el abismo, pues la prensa, la justicia y los demócratas cada vez estaban más cerca de comprobar su culpabilidad en los hechos. Por lo que, llegado agosto de 1974, Nixon, el inmortal Richard Nixon, solo tenía dos opciones en su haber: o ser el primer presidente destituido del cargo o ser el primero en renunciar al cargo. Eligió lo segundo. Mejor la daga por su propia mano que por cuenta ajena.
La presidencia de Richard Nixon había acumulado tanto poder, y tanto resentimiento, que se le llegó a titular “la presidencia imperial”. Entonces, si Nixon era el emperador y había caído, ¿quién le sustituiría? Emulando la historia del Imperio Romano tras el asesinato del desquiciado Calígula, el poder recaería en las manos del más insospechado hombre. En Roma, terminó por ser el tartamudo e inocente tío de Calígula: Claudio. El historiador, aquel del que nadie esperaba nada y todos se burlaban, y por ello mismo supo sobrevivir a la sangría de su sobrino.
En Estados Unidos, Claudio seria Gerald Ford. Un ignoto político de Michigan de 61 años que en aquel verano de 1974 era el vicepresidente de Estados Unidos por azares del destino. Pues no se había presentado ni a las elecciones del 68 o las del 72 como “coequipero” de Nixon. Lo eligieron vicepresidente tras la renuncia de Agnew por corrupción, por ser -al igual que Claudio- inofensivo. Tras más de veinte años en la cámara de representantes, Ford era conocido por ser un carismático congresista que “caía bien a todos”. No logró jamás aprobar ninguna ley importante, pero, por su afabilidad, consiguió estar en importantes comisiones sobre asuntos internacionales, e incluso, la del asesinato de John F. Kennedy.
Anuncio de Gerald Ford para la Cámara de Representantes, 1948. Fuente: Wikipedia.
La máxima aspiración de Ford era llegar a ser el líder de la mayoría de la Cámara de Representantes. Cosa que ningún republicano lograría entre 1952 y 1994, y que es un puesto casi más importante que el del presidente por ser el centro gravitacional del poder legislativo. Pero, ante la imposibilidad de aquel sueño y la inesperada oferta de reemplazar a Spiro Agnew en la vicepresidencia, un jovial Gerald Ford pensó que aquello “sería un buen final para su carrera política”. Presidir la cámara. No en el puesto del “líder de la mayoría”, pero sí desde el sillón de vicepresidente. Mirarla desde arriba. Y se puede decir que fue un alfil leal de Nixon, defendiéndolo hasta en la mesa del comedor. Pero incluso el más afable de los políticos de Washington DC se daría cuenta del alcance de las aguas sucias de Watergate. Y así, “el buen final” que esperaba Gerald Ford para su carrera política terminaría siendo el principio del más importante capítulo de su vida: Liderar a Estados Unidos sin haber recibido ningún voto, pero con la necesidad imperante de “terminar la pesadilla” en la que se habían convertido los años de Nixon.
“Presidente se nace, no se hace”
Juramento al cargo de presidente de Gerald Ford, agosto de 1974. Fuente: Wikipedia.
Para ser presidente de Estados Unidos parece que hay que nacer preparado. Tener el tono de voz ideal, la memoria precisa, el vigor corporal, los ojos azules y el mentón partido. Ese es el prototipo que se nos viene a la mente por culpa de Hollywood, mas no por la realidad si damos un barrido rápido a la galería. Pero si algo es verdad, a pesar de tanta ficción, es el hambre por el poder. Un deseo irreprimible en la boca del estómago por ser consultado como “señor presidente”. ¿Y qué sucede cuando no se quiere el cargo pero se termina en él? Un insólito sentido de humildad, de querer reducir las expectativas. La antítesis del poder. He aquí lo curioso de presidentes como Gerald Ford o Calvin Coolidge, quienes desde un principio redujeron la importancia de su cargo a los ojos del público. Por ejemplo, Coolidge le escribe a su padre en 1924 tras ganar las elecciones al demócrata John Davis:
“I suppose I am the most powerful man in the world, but great power does not mean much but great limitations. I am only in the clutch of forces that are greater than I am.”
Ford, en un discreto discurso de inauguración puertas adentro, se presentó a los americanos y reconoció que no le habían votado jamás, pero que haría lo posible por hacer sanar a la nación. “La pesadilla nacional ha terminado”, dijo. Pidió la fuerza de las oraciones y pronto repetiría a propios y extraños una frase irónica con la cual enseñaría su visión del poder: “I’m a Ford, not a Lincoln”[1]. Su administración sería la “anti-presidencia imperial”, un periodo de transición. Hasta que se acostumbró al calor del Despacho Oval y ver la Avenida Pennsylvania en otoño, y se dijo a sí mismo que jamás había estado tan preparado para algo en la vida.
Gerald Ford en el Despacho Oval, 1975. Fuente: Enciclopedia Britannica.
Sí, no era el más listo ni el más guapo, ¡ni siquiera el más simpático! Pero, con ese espíritu tan calvinista que cargaban a sus hombros casi todos los americanos blancos del norte, se repetía que, si había llegado hasta presidente de Estados Unidos, era por la misma razón por la que había llegado a ser una estrella de fútbol americano en sus años de universidad, uno de los mejores de su clase de Derecho en Yale y un “Eagle Scout”, la máxima distinción de los boy-scouts: porque “había trabajado como un condenado”.
Entonces, sentado desde el despacho oval, lleno de energías ante el espejo, se dispone a enfrentarse a la mayor inflación que recuerden los americanos, las tasas de interés más altas en cien años, la recesión más grave en cuarenta años, un desempleo galopante, y las heridas que deja la primera guerra que pierde el ejército de los Estados Unidos. Pero, para librar una batalla en todos aquellos frentes, primero tiene que lidiar con Nixon. ¿Le debe dar un perdón presidencial que lo exonere de un juicio? Ford calcula que si la nación debe “sanar” -y eso le ha prometido-, más vale que deje a Nixon ir y de manera rápida. De lo contrario, un juicio al expresidente será demasiado polémico y arrastrará los dos años de presidencia que le quedan. Tras un mes de llegar al cargo, Ford exonera a Nixon. Las calles explotan. Huele a trato, huele a podrido. Ford sufre la peor caída súbita en popularidad de ningún presidente en la historia del país.
Welcome to the presidency, Mr. Ford.
Manifestante protestando por el perdón presidencial a Richard Nixon, septiembre de 1974. Fuente: Pinterest.
[1] Juego de palabras con las marcas de automóvil “Ford”, de gama medida, y “Lincoln”, de gama alta. Haciendo un paralelismo, entre la escasa estatura histórica de Gerald Ford y aquella de Abraham Lincoln, presidente de Estados Unidos en la Guerra Civil.