1976 o cómo enseñarle al Presidente Ford a ser candidato a presidente (IV)
Cuarta entrega de cinco
“I’m feeling good about America”
Gerald Ford saluda al público desde la caravana presidencial, otoño de 1976. Fuente: AP.
Dick Cheney ya no sabe qué esperar. Estamos a mediados de octubre y el presidente ha dicho en televisión nacional que “Europa del Este no está dominada por la Unión Soviética”, y tras rezarle a los tres millones de deidades hindúes, ha conseguido que rectifique. Pero las encuestas son ambiguas. Algunas dicen que aquella metida de pata ha beneficiado a Carter, algunas dicen lo contrario: que a fin de cuentas los americanos se concentran más en la imagen que en lo que dicen los candidatos. “Y Ford se veía bien”.
Falta un debate presidencial más, y quizá se podrá remontar, pero antes habrá una novedad: los candidatos a vicepresidente también tendrán una cita ante la nación. Por un lado está Bob Dole, promesa del partido republicano de Kansas, y del otro, Walter Mondale, juvenil de la cantera demócrata y protegido del exvicepresidente Humbert Humphrey. No hay mucho tiempo para preparar un debate que creen que no tantos americanos verán -y termina siendo así, se pasa de casi 70 millones de espectadores a 43-.
Así que entre tanto, los asesores de Gerald Ford se dedican a domesticarlo frente a las cámaras, pues tendrá que lanzar sus primeros anuncios de televisión. Y termina siendo aquello un revoltijo de escenas preocupante: que si Ford con campesinos, que si Ford con estudiantes, que si Ford con una camisa roja “moderna” recibiendo invitados en la Casa Blanca. Termina siendo un anuncio de cuatro minutos que no hay por donde coger. Están todas esas pantomimas junto a entrevistas a pie de calle con ciudadanos, y dos escenas que dejan atónitos a James Baker III, el gerente de campaña, y a John Connally, exgobernador de Texas.
En una de ellas, sale Ford hablando ante una multitud y suena un petardo infantil. Todo el mundo se queda frío pensado que es un balazo, pero Ford ni se perturba. “Oh, Jerry no se asusta fácil”. Luego, sale Ford saludando desde el asiento de atrás de una caravana y dice el narrador del anuncio: “Cuánto han cambiado las cosas que el presidente ya puede salir en descapotable por Dallas”. Connally, quien estaba en el asiento de adelante el día en que Lee Harvey Oswald asesinó a John F. Kennedy -y que de paso quedó herido-, no sabe si lo que siente es ira o náuseas. Baker explota: “Esto es demente, absolutamente demente”.
Luego el servicio secreto, acostumbrado siempre a la discreción y conscientes de que estamos hablando de un presidente al que hace un año intentaron matar dos veces en un mismo mes, dice que: “es un invitación al magnicidio”. Los productores creen que los funcionarios exageran (“estos qué van a saber”) y se lo enseñan a un focus group, que tras terminar de verlo no pueden sino detestarlo. “Bueno, quizá si tenían razón”. ¿Lo único salvable? El jingle: “I’m feeling good about America”.
Ford no se llega a enterar del anuncio. Se salva de ese tipo de balas.
“Los ochocientos días de Ford”
Una familia mirando uno de los debates entre Jimmy Carter y Gerald Ford, 1976. Fuente: Pinterest.
Ya está el equipo de asesores tan acostumbrado a los errores y salidas en falso de Ford, que no se escandalizan cuando escuchan a Bob Dole decir en televisión nacional que “la falta de experiencia de los presidentes demócratas era la responsable de todas las guerras americanas del siglo”. Una afirmación que sorprende hasta al más convencido de los republicanos, pues en el frente no había partidos. Pero para la campaña de Ford es “un viernes más”, pues ya llega el tercer debate y esperan que el presidente contragolpee. No hay un tema definido para la cita entre Carter y Ford, se puede hablar de todo, así que no es fácil prepararle. Lo que buscan es que comunique bien en su mensaje final que “ha hecho lo posible por ganarse la confianza de los americanos”. Hay tranquilidad política, ningún americano está muriendo en costas extranjeras, la economía va mejorando.
Y el debate no sale mal, pero tampoco hay un ganador claro. A Jimmy Carter le preguntan, cómo no, sobre la entrevista con Playboy. Se veía venir, pero no deja de ser incómodo y se sigue preguntando en qué momento les hizo más caso a los instintos de sus asesores del Studio 54 que a su conservador interior. Responde que varias figuras públicas, ¡incluso funcionarios de la administración Ford!, han sido entrevistados “por dicha revista” y nadie ha puesto el grito en el cielo. “Pero gobernador, es que no dijeron ni lo que usted dijo, ni eran candidatos a presidente”. Así que Carter admite que no lo volvería hacer, pues no está a la altura del cargo al que aspira. Ford sonríe con la dicha traviesa de quien ve al más ingenuo de la clase caer por su primera diablura.
Llega el mensaje final a la nación y, a pesar de que Ford repite -esta vez sí- lo que le dictaron sus asesores, Carter es quien tiene el minuto final. Y el último golpe siempre es más memorable. Este vuelve a infundirse en el mantra de vaguedad que le aconseja Pat Caddell, su asesor de encuestas, y suelta un gancho donde más le duele a Ford: la falta de grandeza, la que tanto solía decir que no le importaba.
“Mr. Ford is a good and decent man, but he’s been in office now more than eight hundred days approaching almost as long as John Kennedy was in office. I’d like to ask the American people what, what’s been accomplished.”
La comparación con Kennedy le arde a Ford, pues JFK es un mártir que el país ahora adora, mientras a él le toco cargar con el pasado de Nixon -a quien aún no bajan de “cabronazo”-. Carter recuerda sus orígenes humildes, su carrera política limpia de escándalos y lejos de los entresijos de Washington DC. A su izquierda, el hombre que hizo toda su carrera en el congreso sin sacar una legislación importante y quien perdonó al “imperdonable”. Carter llama al excepcionalismo americano y le recuerda a su pueblo que siguen viviendo en el “mejor país del planeta”.
“Tengan la seguridad de que quise devolverle la grandeza a América”
Serie histórica de la encuestadora Gallup para la campaña presidencial 1976. Fuente: Gallup Poll.
Por fin buenas noticias. Es lunes primero de noviembre, mañana son las elecciones y llega la última encuesta de Gallup, la encuestadora más prestigiosa del país. Y dice: “Ford 47%, Carter 46%”. Se abrazan Cheney y Baker, es la primera vez que están por encima y no puede ser en mejor momento. “¿Será que Jerry lo va a lograr?”. Viajan ese día a la ciudad natal del presidente, Grand Rapids, Michigan. Hay quien cree que debería hacer una visita a Ohio, está muy cerca y no hay un claro ganador en las encuestas. Es un estado que en el sur de su territorio es muy conservador, y quizá puedan recordarle a unos cientos de personas aquello que dijo Carter en Playboy. Qué importa si la primera dama, Betty Ford, está a favor del aborto y de la enmienda de igualdad de género. “Silencio, que nadie lo recuerde ahora, por favor”. Pero no, Ford quiere recorrer las calles que lo vieron crecer y dar discursos cada vez que puede con su amigo, Joe Garagiola Sr., el exbeibolista y panelista del famoso programa matutino The Today Show. Tanto es así que llega el final del día y se queda sin voz. A este punto los asesores ya no saben si es mejor que el presidente se quede así.
A la mañana siguiente Ford se despierta temprano y vota antes de las ocho de la mañana. Luego va a desayunar al restaurante “de la buena suerte”, aquel que fue su cábala en los 20 años de congresista por Michigan. Pide poco, no tiene apetito, y paga los 4,54 dólares de su propio bolsillo. Un gesto de sencillez que los asesores, que saben que las cámaras registran todo, ya no saben identificar. La pareja sigue hacia el aeropuerto, y cuando le piden a Ford que dé unas últimas palabras con su voz que no sabe dónde metió, le enseñan un mural.
Ahí ven en él las diferentes imágenes de la vida del hijo más famoso de Grand Plains: cuando llegó al Congreso por primera vez, cuando consiguió ser el líder republicano en la Cámara, la odiada vicepresidencia y lo que es ahora: el presidente de los Estados Unidos. No aguanta las lágrimas. “Qué más da lo que digan”, tiene ante sí su legado. Sus quince minutos de fama. Y hasta la prensa, tan dura, tan ardua de ganar, se conmueve. Cheney no puede creer lo que ve, “¡la prensa llorando!”, pero es que eso es Gerald Ford: “un tipo que le cae bien a todos”. Y si lo ves llorar, te unes también. Cheney tan solo ruega que esa sean las únicas lágrimas que le vea en el día.
Jimmy Carter en campaña, 1976. Fuente: AP.
Carter, siguiendo los consejos de Jordan y Caddell, también visita Michigan en su último día de campaña. Está en Flint, bastión demócrata que ha sufrido -y seguirá sufriendo- los embates de la “desindustrialización” americana. Promete que si le votan no les decepcionará, y que ante nada, “jamás les mentirá”. Le preguntan que dónde verá los resultados y dice que en un hotel en Atlanta. Pero que no importa lo que suceda, tras los resultados viajará a su pueblo de 700 habitantes: Plains. Ya sea, o como el primer presidente de Estados Unidos nacido en Georgia o como un ciudadano del que pueden tener la seguridad “que quiso devolverle la grandeza a América”.
Carter se despide, pues tiene que seguir haciendo campaña hasta que cierren las urnas. Ha dado ya más de 1500 discursos en dos años, y no se siente cansado. Moviliza a los voluntarios en cada oficina que puede, les pide que llamen a sus vecinos, a sus amigos de instituto, a sus primos lejanos. “Pregúntenles si ya votaron, y si no, que lo hagan por Jimmy Carter”. En cambio, cuando ya va llegando el atardecer del martes 2 de noviembre, Gerald Ford está tomando una siesta en la Casa Blanca.
Sueña con Harry Truman, mientras los nervios de sus asesores rasgan el sopor de la tarde.